Me gusta el tenis y lo he jugado. Me pregunto si diría lo mismo en el caso de no haberlo jugado, pues también me gusta el atletismo y ese, en cambio, no lo he practicado. Pero eso tampoco es cierto puesto que, no solo todos hemos practicado el atletismo de niños -hemos corrido y saltado-, sino que, bien pensado, del atletismo lo que menos me importa son las marcas -me dejan tan indiferente como los goles, quizá sea una enfermedad-, y lo que me gusta es la belleza. Como un renacentista considero el cuerpo humano la medida del mundo (Picasso hizo sus revoluciones porque nunca se alejó del cuerpo), y además lo que sí hago es dibujarlo: y el atletismo es una enciclopedia del cuerpo.
Me gusta el tenis (¿porque?) lo he jugado… pero en cambio me aburre verlo. Me puedo dejar enredar en el duelo de dos grandes cracs, por supuesto -y casi más el de dos grandes jugadoras pues en el tenis femenino se ha refugiado el tenis juego, diferente del tenis bombardeo-, pero cuando me he dejado llevar a ese robótico giro del cuello, y hace mucho que no lo hago, siempre he terminado con la sensación de tiempo perdido. Como cuando leemos un periódico que no lo merece o nos creemos la publicidad de una película de oscares. Tras la infancia y juventud, que es donde está la verdad de lo que digo, me dejé embarcar un tiempo por ese espejismo que es convertirse en espectador, pero no duró. Poco a poco me fui dando cuenta de que lo que a mí me apetecía no era ver a otros jugar, por muy campeones de Wimbledon que fueran, sino jugar. Pues para eso estamos aquí, ¿no? No vivimos para ver sino para jugar.
(Publicado en la revista «21»)