Peonía. Pearl Buck.
Cuando me dijeron que la casa de Pearl Buck se encontraba a no más de doscientos o trescientos metros de donde yo iba a dormir, me sentí un poco en casa. Lo cual no tendría nada de extraordinario salvo por el hecho de que me encontraba en China, en Lushan, «la montaña de los mil versos», en un encuentro internacional de escritores en el que yo era uno de los cuatro extranjeros. Pearl Buck era una de las autoras que armaban, junto con Stefan Zweig, Dostoievski, Camus o Víctor Hugo, entre otros, la primera biblioteca en la que aprendí a tocar los libros y a soñar, que era la de mis padres y mi abuela, en Barcelona, hace mucho.
Y en efecto, la casa que había sido de verano de la escritora era la que uno se podía imaginar en la hija de unos pastores protestantes, en China, a comienzos del siglo XX: una cabaña austera y sencilla, entre un grupo de otras casas parecidas, en medio de un paisaje grandioso de árboles puntiagudos y altísimos que para decirlo rápido podría ser como un tirol asiático, con «mares de nubes» (así los llaman) rodeando los picos de las montañas. La casa se conserva hoy como museo, lo que no deja de ser curioso, no sólo porque la literatura hoy y en particular la de Pearl Buck comienza a ser una suerte de reliquia que a pocos interesa sino porque ese conjunto de casas y toda la montaña, por así decir, es ahora, como ha sido siempre, el refugio de verano de la élite política. A menor distancia todavía que la de Pearl Buck se encontraba la que había sido casa de verano de Chiang Kai-shek, el enemigo número uno de Mao, y de su esposa, de belleza legendaria como en efecto se confirma en las fotos que por allí se exhiben con eclecticismo histórico.
No he podido dejar de recordar todo ello cuando, rodando por Francia, leía por las noches Peonía, rescatada también de una antigua biblioteca familiar, pues es improbable que hoy se pueda encontrar en una librería, y me preguntaba por qué Pearl Buck escapa siempre de la cursilería, con la que juega con atrevimiento, y sigue siendo el autor occidental, de los que yo he leído, que mejor comprende China, donde, como es sabido, se crió y vivió cerca de 40 años. La China pre revolucionaria y clásica, se entiende, de la que hoy apenas quedan sombras. Pearl Buck se opuso a la revolución y escribió y habló en contra de ella, y me imagino que esa es la razón principal de las sonrisas perdonavidas cuando surge su nombre -en la remota probabilidad de que surja-, por parte de gente que seguramente sigue pensando que la Revolución Cultural fue el intento heroico de llevar la cultura al campo.
Yo quería llegar a mi hotel, por las noches, para seguir leyendo Peonía, el estupendo relato centrado en una joven esclava en una casa de antiguos inmigrantes judíos a punto de ser asimilados por la sociedad china. Y no dejaba de intrigarme por qué. Entonces me acordé de otro de los escritores invitados al congreso de escritores de Lushan. Se trata de Cecilia Lindkvist, la autora sueca del ineludible libro China, empire of living symbols que se estudia en las universidades de China y de Taiwan y que, no tan sorprendentemente, está traducida a todas las lenguas de cultura pero no al español. En las veladas del largo encuentro con los escritores chinos, tomando vino peleón al pie de los árboles gigantescos, Cecilia me aclaraba no pocas preguntas que yo traía de unos meses dando clase en universidades de Taiwan y algunos viajes por China, preguntas sobre la gente, sobre todo. Y lo hacía, ahora lo comprendo aunque este no es el lugar para desarrollarlo, tratando de comunicar una idea esencial: Nada es evidente, en la sociedad china, como sí aspira a serlo en Occidente: puede que aquí no lo sea pero tiende, quiere serlo, y basta con esa intención para leer el mundo.
Pues bien -con independencia de que esto parezca como el abc de cualquier aproximación a Asia-, eso es lo que transmite sobre todo Pearl Buck, que logra en todo momento comprender esa polaridad y comunicarla a los dos extremos, colocándose en el lugar del «otro» (y eso sí que es difícil), y a partir de algo también esencial que alguna vez fue prioritario en la novela y hoy se nos olvida: la experiencia. Es fascinante cómo consigue expresar lo que es China para lectores occidentales -me encantaría saber cómo la leen los chinos-, y ello sin caer en una excesiva simplificación ni traicionarla con fáciles concesiones. Qué fácil habría sido terminar Peonía de otro modo, y -pensaba en una Francia siempre bellísima y exquisita pero cada vez más empujada hacia la especialización y el parque temático-, qué probable es que una Pearl Buck de hoy lo hubiese hecho.