Quién sabe lo que nos hace ver lo extraordinario. Quizá en el viaje sea el viaje mismo que, si lo es, si uno consigue esquivar las postales, abre los ojos incluso en el sueño.
O sea que tal vez fue eso lo que, exhausto pero ya con los ojos afilados por mi periplo a través del centro de México y el D.F., ciudad que es otro país -una especie de mar interior en el que caben dos Londres, la ciudad más extensa de Europa, y cuatro o cinco veces todos los noruegos del mundo-, me permitió ver lo extraordinario de que ahí estuviese Fernando Vallejo, el escritor, en su ático inundado por la luz íntima de un día cubierto, comportándose como yo, en una carta, había dicho que lo haría. El novelista que contó la violencia de otro modo. El polemista contra Darwin y contra otros cien. El pianista. El protector de los perros, a quienes cede los derechos de los premios que recibe, como se hacía antes con la Revolución. El cineasta que ya no rueda porque en México, adonde llegó hace años para hacer cine, los sindicatos lo impiden. El lingüista cuyo sueño secreto sería tener una columna para contar los muchos acechos y traiciones que sufre el idioma, sin que nadie, ya, lo denuncie. A nadie le importa una coma, la lengua, un síntoma más de este tiempo extravagante en el que el frío se calienta.
– “Bienvenidos”, dice, y Vallejo no está saludando a nadie: “No nos damos cuenta de que es una traducción literal del welcome inglés, que no tiene nada que ver con la tradición del español. Nosotros decíamos “Buenos días”, o “qué tal el viaje”, o “esta es su casa”… pero no “bienvenidos”. Y ya nadie lo sabe, concluye con un fatalismo que prueba que quien habla es el mismo que escribe sus libros.
Y no sonríe –no se puede llamar realmente “sonrisa” lo que dirige Vallejo a su invitado mientras le envuelve en hospitalaria amabilidad-, pero tampoco suelta ninguno de los zarpazos que le provocan la antipatía y hasta agresividad, incluso, de gente a la que no le interesa la literatura, que es mucha. Y también de aquellos a quienes todavía interesa: poca. No es de extrañar. Vallejo tiene el don infrecuente de combinar en una misma enchilada verbos y adjetivos de modo que precipiten ácidos en el estómago de la gente y le provoquen eructos de corazón. Esa es la causa de que algunos quisieran matarlo. O preferirían que no existiese. O que por lo menos se callase, como todo el mundo.
Y ese es el improbable azar que, por una vez, este mediodía se cumple: en su ático agrandado por ventanales de suelo a techo sobre los árboles de varios pisos de la calle Ámsterdam, alfombras persas azules y cuadros de cuando la pintura se podía contar, Vallejo habla y se comporta con la cortesía de un señor de los de antes. Se demora en los colores, letra y tacto de mi último libro, que le he traído y que no leerá pues ahora debe preservar sus ojos delicados, está pendiente de que me ofrezcan platillos elaborados, me atribuye los hallazgos inteligentes de la conversación.
Y como una consecuencia natural de todo ello la mesa está bien puesta, si bien no del todo bien servida. Esto ocurre ya en muy pocos sitios del mundo y es casi de museo antropológico, un lugar que estaría dedicado a reproducir las ceremonias y ritos del pasado: cómo se comía en el medioevo, cómo hacían el amor en China. O sea, una representación –toda comida es una representación- que se corresponde con lo que yo dije que es Vallejo, y lo dije con la única experiencia de un par de encuentros en países distintos y una cena en mi casa de Madrid, hace años. Una profecía muy atrevida sobre alguien que casi cada vez que habla en público se arriesga a que lo excomulguen -si es que no lo han hecho ya-, a que lo exilien -un pleonasmo, en su caso-, o a que le tiren una piedra. Eso hacen, a cada rato, desde columnas y cartas de los lectores.
… me parecería muy triste que -una vez más en la atribulada historia de estos países, e incluyo a España- se vaya a fusilar a un escritor porque un día aceptó una embajada, un ministerio, porque se casó con la hija del propietario de un periódico, o porque olía mal, como Beethoven. La envidia apesta,
decía yo en una carta respecto a la última de las piedras, que le había sido lanzada porque Vallejo ha aceptado un doctorado Honoris Causa por la universidad Nacional de Colombia. ¡Si esa fuese la peor de las corrupciones de un escritor, los novelistas ya mereceríamos estar como mínimo a la izquierda de Dios Padre! Pero como es notorio, si de moral se trata, ética de artistas, en estos momentos los escritores no nos merecemos ni entrar a las caballerizas.
He de decir que nunca, nunca lo he visto desdecirse de ese dramático orden de valores que se desprende de sus libros. Y eso es más de lo que puedo decir, creo que de casi cualquier escritor que conozca o haya conocido…
En ese mismo correo de la Red, en un círculo de antiguos compañeros de estudio dispersos por tres o cuatro continentes, contaba también la impresión que me había producido la lectura de La virgen de los sicarios, una novela sobre la narcoviolencia en la peor época de la guerra contra la mafia en Medellín.
… Y por una razón: porque en un país, un continente, en el que la palabra ha perdido peso, por complejísimas y alambicadas razones que no puedo comentar aquí -sería un libro-, alguien le devolvía a la palabra el peso y la violencia que le es propia y le corresponde, o le debería corresponder en momentos críticos, como era el de Colombia entonces y sigue siendo. Algo que continuó en otros libros, si bien no con tan buenos resultados…
En todo caso, haga lo que haga o diga, me sigo quedando con el buen escritor de La virgen de los sicarios, que marca un antes y un después, aunque no sé muy bien de qué ni en dónde pues por si no ha quedado claro yo no creo en las literaturas nacionales ni lanares de ningún tipo.