VIAJES

Pruebas de que uno está en Portugal

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Llegamos a esa hora en que en el extranjero comen y cuando quieres comer tú es a menudo demasiado tarde y tienes que aguantar toda la tarde, hasta la hora de la cena, que menos mal es a la hora de la merienda. Por alguna razón, eso se produce sobre todo en Portugal.

p.S «Un fuego encerrado en una caja de cristal…»

Pero no. Como todos teníamos algún doloroso recuerdo en esta dura prueba de las  meriendas-cena portuguesas, nos apresuramos a buscar un restaurante, y en efecto, en la plaza central del ¿pueblo?… ¿ciudad?… de la pequeña ciudad de provincia portuguesa, que es una categoría especial en el mundo de la provincia europea, vimos lo que parecía un restaurante en un segundo piso, como a veces sucede en estos sitios, y dijimos qué diablos, y entramos.

Y en efecto, las escaleras sonaban: esa es una de las pruebas irrefutables de que uno está en Portugal, no falla. Puede que ocurra en otros sitios pero no tanto como en Portugal. Luego, a través de unas altísimas puertas con cristales biselados de piso de bisabuelos, ¿me siguen?, entramos en una sala que era cualquier cosa menos un restaurante: sobre varias mesas como de comedor viejo, pero sólido, se medio caían revistas y libros igualmente venerables, en tanto que en varias librerías de obra se alineaban, mal, indicio de tráfico, un montón de libros que reunían una cualidad extravagante: en portugués y español sobre todo, ninguno de ellos era un best seller ni había estado nunca en una lista. Y todos eran buenos. Eso es algo que un lector de tercer año reconoce a distancia.

Hacía calor. Por algún atávico temor a una lluvia que había fallado a la cita -pues en Portugal, es sabido, llueve tanto como en Santiago, donde es el símbolo de la ciudad-, entre dos grandes ventanales ardía una pequeña chimenea encerrada en una caja de cristal, y el guardafuegos lo armaban una hilera de viejas botellas de oporto vacías. Una declaración de principios, pues justo en ese momento se apareció un hombre alto y vestido como un duque -quizá fuese el duque de ese feudo de libros y chimenea- con traje cruzado a rayas finas y corbata verde elegante y pañuelo a juego en el bolsillo. Quizá para pedir excusas por el fuego, traía delicadas copas de aperitivo y un par de botellas de oporto: la una de tinto y la otra -un  exotismo- de blanco frío. Una delicia. Una delicia que te hacía comprender el fuego, el suelo quejumbroso, los libros y revistas pasadas de fecha y cómo y por qué, en el salón de al lado, las mesas tenían cristalería de época y manteles blancos portugueses -esto es, con primorosas labores- como no veía desde la casa de mi abuela, hacia la mitad del siglo XX. (Heredé algunos, pero no me atrevo a sacarlos de un viejo baúl, donde el tiempo los debe de haber demigajado. Además, en mi bodega no hay ese oporto inencontrable).

Entonces, al cabo de un tiempo -las horas son más largas en Portugal; por lo menos diez minutos, y está bien que así sea- apareció una señora de aspecto sobrio, casi místico, aunque sonriente, que ocupaba más o menos la mitad del espacio del duque -¿he dicho que era muy alto como debiera corresponder por rango a los duques y rara vez sucede?-, pero que a simple vista se veía era la duquesa. El ángulo de la cabeza, la mirada, incluso la sonrisa segura… no sé, esas cosas se saben. Y luego de saludarnos, con la misma comedida cordialidad que es de uso en Portugal, nos contó que ese restaurante era un punto de reunión de escritores y nos ofreció unas sopas portuguesas, caza y postre que no describo porque no me alcanza el talento y nadie me creería. Sólo diré, a modo de pequeña prueba, que el pastel de chocolate era sin el menor asomo de duda el mejor que me he comido en mi vida, y yo he comido muchos. Créanme: muchos.

La conversación fue en buena parte sobre Borges. Parece casualidad pero yo sé que no lo fue. Y no porque Borges fuese -también- de ascendencia portuguesa, que eso es lo de menos, sino porque la literatura era uno de los pocos temas armónicos con el suelo crujiente, las ventanas altas, el oporto blanco frío y los manteles bien planchados.

Solar Bragançano, en Bragança. (Vaya pronto, aunque llueva. Los restaurantes-cuento rara vez duran mucho).