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Modesta cruzada (Viaje a Jerusalén)

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[…] Así entré en la ciudad casi sagrada, en la que por otra parte tenía la impresión de haber estado ya, o haberla soñado. Muchos soldados patrullaban por todas partes, aunque pronto los fusiles se fueron transformando en grandes piruletas de caramelo gracias al aspecto imberbe de los soldados y sobre todo las soldadas. Pese a sus pechos altos y firmes, las chicas no podían disimular pieles suaves y cuerpos poco guerreros. Si costaba imaginarlas disparando, era fácil en cambio imaginarlas como frutas, con ropa interior leve y delicada bajo la piel de los ásperos uniformes verdes… Esas ensoñaciones desaparecían de golpe cuando, si no llevaban gafas de sol, uno les veía los ojos. Había algo ahí que no es fácil encontrar, como no sea en soldados que ya han participado en… también se ve en hospitales… o entre supervivientes… Tiene que ver con el dolor y a veces la muerte.

Y sin embargo eso tenía menos que ver con su condición de soldados y más con la ciudad, un poco al modo de mantequilla avanzando sobre una tostada. Porque los mismos ojos se les veían también a muchos ciudadanos: una especie de cuenta pendiente, de enfado difuso que se quedaba como sorprendido cuando, a dos de ellos, les pregunté la dirección del Cenáculo, el lugar de la Última Cena de Jesucristo y los Apóstoles. Era el único Santo Lugar, había leído, sobre el que no se había edificado un templo, o un mercado, o ambos, como en el Huerto de Jetsemaní, la Vía Dolorosa y el Gólgota. Simón tampoco sabía la dirección. Con el cuento de que no podía hablar, me miraba divertido, como un viejo colono que ve a su primo recién desembarcado arreglárselas con nativos. Simón sonreía, pero no podía disimular sus ojos. De vez en cuando me señalaba algún edificio, alguna cornisa, alguna vista. Eran sobre todo, y así los comprendí, los gestos amistosos de un mudo.

Con el malhumor suspendido por la sorpresa, los dos primeros jerusalenitas me contestaron en un inglés correcto al que sin embargo se le salía, como una camisa mal metida en un pantalón, una especie de impotencia. Era -y eso se les veía más en los ojos que en la voz- como si no supiesen cómo se decía Grecia, ni Revolución Francesa, ni bombilla, ni minifalda. Pese a su inglés de recepcionista de hotel, por una intuición, digamos, auditiva, uno sospechaba que para decir minifalda, incluso para conjugar el verbo, tiraban una piedra.

El tercero no tiró una piedra, pero porque no la tenía. Inconsciente como sólo puede serlo un turista, no se me ocurrió otra cosa que preguntarle al primer transeúnte que pasó a mi lado dónde encontrar el lugar de la Última Cena, sin fijarme apenas -no parecía importante- que iba de luto y tenía la misma mirada de muchos habitantes de la ciudad, pero más acentuada. Algo en sus ojos se encendió para preguntarse si había oído bien, y debió de confirmarlo porque a continuación descargó sobre mí una frase sin comas cuyos detalles no entendí pero sí el sentido general; cuánto más que la frase, sin descansos, iba creciendo en volumen e intensidad, punteada y subrayada con una mano y luego un puño. Sólo entonces comprendí que era un judío ortodoxo, esos hombres vestidos de negro que llevan rizos delante de las orejas y van cubiertos con sombreros de hombres de negocios de los años cuarenta.

El punto final se hacía esperar tanto que decidí no esperarlo y seguir mi camino: El lugar de la Última Cena resultó estar a la vuelta de la esquina -una habitación en una casa de piedra  humilde como toda la Jerusalén histórica-, y si no le habían montado una iglesia alrededor era porque en la parte delantera de la casa había nacido, se cree, el rey David. Dentro del abigarramiento general de esa ciudad en capas, el edificio convivía, como miembros de un mismo cuerpo, junto a un asilo, una especie de colegio minúsculo y un patio con tres tumbas. Inclinados sobre un muro para verlas mejor, una vez visitada la sala desnuda en donde nada recordaba a Jesucristo y los Apóstoles, pudimos ver que no eran unas tumbas cualquiera. Las tres estaban ennoblecidas por el moho de los siglos como tumbas inglesas, historiadas… y, según fuimos comprendiendo a medida que afinábamos nuestra vista, alguien las había profanado: les habían estrellado encima botellas de vino y whisky, la peor afrenta que se le puede hacer a un alma musulmana, judía y supongo que también cristiana.

Durante un tiempo me quedé estupefacto, mientras hacía lo posible por respirar y entender. Luego, como le había sucedido al hombre de antes, la voz me fue creciendo de furia mientras le preguntaba a Simón que cómo pretendían vivir en paz si a la gente se le permitía escupir sobre los muertos. Simón ni se esforzaba en contestarme, y en esta ocasión su silencio no parecía tener que ver con su mudez. Miraba las tumbas como si estuviese viéndoles el más allá. No parecía sorprendido.

La réplica me vino del judío ortodoxo. De pronto, como impulsado desde su escondite por el resorte de una caja sorpresa, salió manoteando como una polichinela a soltarme su discurso sin puntos que quizá fuese el mismo anterior, rumiado mientras permanecía escondido para regurgitarlo ahora. Tampoco él parecía esperar respuesta.

En lo que se anunciaba como un intercambio de monólogos, la respuesta volvió a llegar por un lado imprevisto. De bajo la venda de Simón, salió uno de sus espeluznantes lamentos, esta vez ventrílocuo, con una serie de chasquidos que yo jamás había escuchado. El enfadado Polichinela sí porque sin cohibirse le lanzó otra frase sin comas, grandísima y con el punto final tan retrasado que se perdían las esperanzas de que llegara nunca. Así lo comprendió Simón que, sin esperarlo, salió al encuentro de la frase con otro de sus gemidos. Su voz se rompía de forma angustiosa por segundos a la vez que se apagaba, y además, me pareció, le dolía. Me disponía a insultar directamente al ortodoxo -a lo mejor así se callaba Simón-, cuando de alguna parte surgió otro contertulio. Esta vez era un hombre joven, moreno, con los dientes muy blancos y la cara agradable. Pero se le veía alarmado.

– Váyanse-, nos dijo con urgencia en inglés. «Váyanse, váyanse. Esto es peligroso. Váyanse.» -El joven casi nos empujaba-. «Ustedes no saben dónde se meten. Esto puede terminar muy mal. No hay forma de hablar con ellos. Váyanse.»

De modo que nos fuimos. Aunque tardé en recuperar el pulso – así como me enfado en un segundo, se me pasa en medio-, pero como suele ocurrir, tras vaciarme, el episodio me había rellenado con una angustiada melancolía. […]

(Fragmento de «Antes del desierto», en Cuentos invisibles, Alfaguara, 2003)