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Vivir primero

Apartado: Lecturas recomendadas por Sorela

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CUENTOS DE NUEVA YORK. O’HENRY. TRADUCCIÓN DE LEÓN MIRLAS. ESPASA CALPE

Hubo una vez un mundo sencillo en el que la gente se enamoraba al llegar la primavera y los viejos viudos millonarios, asustados por la soledad, se casaban con su ama de llaves. Un mundo en el que dependientas tan pobres como las de Dostoievski soñaban con que alguien les enviara un ramo de flores o las invitara a cenar para acceder a casarse, y en que la ciudad, Nueva York, era todavía un lugar inocente en el que un vagabundo, llegado el otoño, se esforzaba en romper alguna farola para pasar el invierno caliente y bajo techo. Para decirlo rápido, el mundo humano de las ilustraciones de Norman Rockwell para el Saturday Evening Post, o el del cineasta Frank Capra si se prefiere, en el que el hombre no es inocente, sin duda, pero sus pecados son todos confesables. El mundo de William Sidney Porter, cuyo seudónimo, O’Henry, tiene una procedencia que le retrata: así se llamaba al gato: “¡Oh! Henry”, en una de las pensiones que puntearon su baqueteada existencia, antes de morir en 1910 en Nueva York, a los 48 años, víctima de una cirrosis alcohólica y según es fama con sólo veintitrés centavos en el bolsillo. Con Twain, London, Bierce y otros pocos más, O’Henry pertenece a lo que podríamos llamar, robándole el título a Edith Warton, la edad de la inocencia. La América de Dos Passos, de Fitzgerald o de Faulkner sería ya otra cosa.

Por exótico que resulte, a mí a quien me recuerda O’Henry es a Cervantes. Y por dos razonez y sólo dos, pero de peso: porque su obra es consecuencia de una larga experiencia vital, incluidas la orfandad, el viaje, mil empleos y la cárcel, en la mejor tradición de la escritura en Estados Unidos. (En España, en cambio, la experiencia antes de la escritura es en Cervantes, junto con Cadalso y algún otro, casi un caso único).

Y porque, a pesar de que su vida parece haber sido objeto de una apuesta en una ajetreada partida de dados entre los dioses –y sobre todo para perder-, en sus escritos no se aprecia la menor amargura. Igual que en Cervantes. Visto que en nuestro tiempo cualquiera parece sentirse autorizado al cabreo metafísico porque le han dado garrafón en una discoteca o poco más (véase Houellebecq, por ejemplo), ese buen humor, esa salud mental raya en el prodigio y se agradece en consecuencia.

Pero el infierno está empedrado de buenas intenciones y el talento bienhumorado de O’Henry, claro está, no bastaría (como no basta la traducción, que mezcla castellanos y acentos). Es probable que su reputación, que en Estados Unidos es muy alta y su nombre da premio a un conocido y al parecer honrado concurso de cuentos, se deba más bien a que O’Henry llevó hasta el virtuosismo el recurso quizá más habitual del cuento breve, que es el de desmontar en el último párrafo una sólida apariencia construida en todos los demás. En el conocidísmo relato El regalo de los Reyes Magos, por ejemplo, una pareja de enamorados, encarnación misma del “contigo a pan y cebolla”, hacen los máximos sacrificios para regalar al otro magníficos regalos en Navidad sin caer en la cuenta de que… Será mejor que lo lean: detesto a quienes por alguna razón siempre misteriosa se creen con autoridad para destripar las historias. Y por más que ésta, dice la leyenda, fuese improvisada sobre la marcha cuando un editor, desesperado ante el retraso del escritor, le envió al dibujante para que le fuese adelantando el tema del cuento y, borracho y todo, O’Henry fue capaz, sobre la marcha, de apañar un cuento de urgencia con dos o tres objetos a la vista.

Rápido, como cuentista breve que es, los recursos de O’Henry se podrían resumir en uno sólo, y es la eficacia y rentabilidad. Rara vez se produce algo que a la vez no sea un par de cosas más. Así, una descripción, peligroso territorio en el que el narrador arriesga el ritmo de su historia, es también un modelo de humor, perspicacia y plasticidad… además de otra historia en sí misma. Por ejemplo, la que trata de la subida de un joven por las escaleras hacia el cuarto de una pensión en la que espera encontrar la huella de su amada desaparecida (en el también muy célebre El cuarto amueblado): “…Pisaron silenciosamente la alfombra de la escalera, de la cual habría renegado el propio telar que la había tejido, pues parecía haberse vuelto vegetal, haber degenerado en aquel aire rancio y sin sol hasta transformarse en lozanos líquenes o en un disperso musgo que crecía aislado en lugares aislados y que resultaba viscoso bajo los pies, como una materia orgánica…”

El éxito de O’Henry, que sorprendió a todos y en especial a él mismo, tiene que ver a mi juicio con una vieja cualidad del tiempo en que los escritores se sentían obligados a documentarse: aquello de Balzac siguiendo a la gente por la calle para ver cómo eran. Gracias a su intensa experiencia O’Henry conectó de inmediato con su público… porque lo conocía como nadie. Era uno de ellos. Así, no hace falta ser dependienta o vagabundo para sentir de inmediato la verdad de los que él pinta. No hace falta ser dependienta, pero las suyas son tan verdaderas que, durante el tiempo en que le leemos, lo somos. Ya nunca más miraremos a una dependienta de la misma forma. Si eso no es magia, entonces qué es.

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