C., una novia casi de la infancia, me escribió hace unos días desde el otro lado del mundo para contarme que se encuentra atrapada en una cama, pero no tanto por una molesta operación en los pies sino porque, a cambio, no puede ver todos los telediarios y prensa que la inercia prescribiría en una situación semejante. «Me he dado cuenta de que me deprimen», explicaba. El modo de resolverlo es el de siempre, que no falla: buenos libros y, de vez en cuando, una buena película. Y severo régimen de telediarios y pantallitas. Pero de algún modo persiste la sensación de amenaza escondida.
No mucho después me salió una mancha roja encima de la ceja derecha. Manchita, en realidad, y ni siquiera: tan solo uno de esos nervios que le aparecen a uno en la cara con la primera ojeada al espejo, nada más levantarse, y que luego van desapareciendo con el agua y el día.
Pero a la mañana siguiente volvía a estar ahí, además picaba un poco y, al tacto, comprobé que no era una mancha sino un pequeño bulto. Bulto es una palabra inquietante, mucho más que chichón, de modo que lo miré en ese ojo de aumento que, en los baños el espejo normal carga a la espalda, y me pareció ver que, debajo del bulto, algo vivo pugnaba por asomar. Y así fue: al día siguiente, tirando de él por una punta con una pinza de cejas, salió algo, una línea negra enredada… una frase.
Y aquí nos topamos con una primera gran dificultad porque, en contra de lo que está previsto, no puedo escribir la frase. Podría, pero no quiero. Y no quiero porque -según una experiencia de toda una vida que me tendrán que creer-, si transcribo la frase, esa frase, me saldrá otra manchita en el dorso de la mano, y ya tengo muchas. Parezco un viejo. Es algo que me costó comprender que tenía una relación de causa efecto pero ya no tiene vuelta de hoja. Es así: frase transcrita o dicha en voz alta = manchita.
He llegado a una solución, una componenda, un chanchullo si lo prefieren, que no es lo ideal pero sí lo posible: No les puedo transcribir la frase pero puedo decirles de qué se trata: es un tópico, un lugar común. Y visto que los lugares comunes suponen como mínimo una cuarta o quinta parte de lo que se escribe en los periódicos, decartado lo que de toda evidencia no lo es, tipo hora del crimen o farmacias de guardia, no es difícil hacerse una idea y encontrar lo que salió de la ceja. Que desapareció por el desagüe, retorciéndose.
Dos o tres días después noté que cojeaba. Si me dejaba ir en una inercia de línea recta, no pasaba mucho tiempo antes de desviarme hacia un lado, lento pero seguro, como un coche con una rueda pinchada. Después de caminar desnudo por las habitaciones de mi casa, comprendí que la causa no estaba en mí, sino en la ropa. Y en efecto, escarbando con astucia en los bolsillos terminé por sacar una suerte de monigote hecho como de miga de pan o de plastilina que me estupefactó con el enigma de cómo había llegado hasta allí. Yo ya soy mayor y no ando recogiendo cualquier cosa por la calle.
¿No? ahí está, que sabiendo lo que ahora sé, a lo mejor sí. Porque el monigote sí era algo que había recogido, y casi sin darme cuenta. Es más, una vez liberado de su carga sospechosa, en los días siguientes el bolsillo liberó otros dos, incluso tres que se intentaban hacer fuertes en el fondo del bolsillo, tras las llaves y el móvil: unos golems, unos frankensteins sin cara muy definida pero con clara expresión de cabreo. No hacía falta ser un gran semiólogo para reconocerles el parentesco, en cualquier lectura de un periódico más allá de los titulares, con esos enfadados que acechan en los medios casi tanto como los lugares comunes y los tópicos, sus primos, y que, en lugar de aportar nuevas ideas o sugerir la vastedad del mundo, nos andan diciendo a todos por qué esto sí y esto no, p0r qué hay que cambiar de bando, pues dan por hecho que tenemos uno, indiferentes a la libertad de la propia cabeza, y de qué hay que sentirse culpable hoy. Son también fáciles de reconocer.
Me pasó lo que ocurre con frecuencia con las grandes revelaciones, y es que no supe muy bien qué hacer con ella hasta que una mañana el segundo café del desayuno me supo mal. No amargo, pues yo no estropeo el café con nada y el café es amargo, sino mal, raro. Un disgusto pues se trata de uno de mis premios del día. Con una sensación de urgencia, como si con eso solo bastase para ir al hospital, busqué la causa, no fuera a más y me estropease incluso el primer café, y comprendí pronto que lo que ocurría es que mi cuerpo se rebelaba ante la perspectiva de leer más noticias repetidas, contadas siempre con la misma fórmula cómplice para quitarles la novedad e impacto. Algo muy astuto que le extraía toda capacidad incendiaria al número de muertos en la carretera, o por cáncer de fumador idiota, o de mujeres o niños golpeados, o por bombas de fanáticos en los rincones olvidados del mundo… No solo esas informaciones no iban a cambiar nada sino que nos quitaban de raíz la idea de que la información serviría para hacerlo. En algún sitio les habían sustraído el fuego y conseguido convertir en lugares comunes.
Ese día debía de tener algo porque comprendí que no era la primera vez. Tomé consciencia de que el segundo café me venía sabiendo mal desde hacía años. Y como dejar de tomar café estaba fuera de toda discusión -si lo dejo sí que me van a salir manchas de vejez-, lo que hice fue apartar el periódico y coger un libro para terminar mi café en condiciones.
O sea, la fórmula de C., presa a causa de sus pies pero liberada en la cama por los libros que no fallan. No es preciso, claro, que cuente cómo, después de unos cuantos días de mono de abstinencia, frases que me salían de las cejas y hasta de las orejas y narices, de caminar torcido y encontrarme extrañas cosas en los bolsillos, ahora las mujeres me vuelven a mirar e incluso a sonreír, algo que habían dejado de hacer dejándome muy solo.
Se lo he contado a C., sabiendo que nuestra relación resistirá. Y cómo no si se remonta casi hasta la infancia.