Diálogos /La seducción
– ¿Ha entrado ya?
– Sí, dije.
– ¡Pues no haga caso! ¡No mire!, me conminó Naipaul en un susurro. A sus espaldas, un camarero del hotel Ritz de Madrid entraba en la habitación llevando, me parece recordar, una bandeja con un servicio de té y sin saber muy bien a qué atenerse pues Naipaul se había negado a decir «¡Pase!» cuando había llamado varias veces a la puerta. Aunque fatalmente con mayor retraso del que podía tolerar el escritor.
– Esto ya no es lo que era desde que lo compró esa cadena, ¿sabe usted?, me dijo Naipaul. Yo no estaba familiarizado con el apasionante mundo de los cambios de propiedad en el mercado hotelero pero me apresuré a asentir con la cabeza en plan cómplice.
Lo cierto es que iba un tanto intimidado por la leyenda de severidad de Naipaul, y no sabía si me iba a tener que enfrentar a él a cara de perro tuerto, como con un político que esconde a un dictador o un bucanero de la Gran Banca. Pero no: conmigo Naipaul se comportó con una cortés y benevolente distancia, como corresponde al autor de tipo anglosajón que él representa ser y le reconocen en las islas, a juzgar por el aplauso unánime que allí le adjudican. Eso sí, miraba sin miedo con esos ojos oscuros y enigmáticos que tiene, y sólo meses más tarde me sorprendió que Constantino Bértolo, su editor entonces en España, me invitase a presentar uno de sus libros y dialogar con él en público en el Círculo de Lectores de Madrid (aunque eso no significase forzosamente un reconocimiento a mis talentos como presentador).
Sea como fuere, en ese primer encuentro no pensé que hubiese conseguido seducir a Naipaul, como corresponde al entrevistador de Cultura. Pues no otra cosa es ese sutil diálogo que es, o puede ser, una entrevista cultural: la intensa seducción de alguien que es a su vez un seductor profesional, que ha de nacer, desarrollarse -si se desarrolla- y concluir en muy poco tiempo: en torno a una hora, y hoy eso casi nunca. Y seducir al seductor para que el entrevistado no se sienta examinado sino invitado a compartir algo de esa riqueza que tiene.
Yo comencé a entrevistar, sobre todo a escritores y pensadores (¡pero también una vez gloriosa a Claudia Cardinale!), cuando en el mundo periodístico de la entrevista imperaba el dogma casi exclusivo del que llamaré síndrome Oriana Fallaci. Esto es, la creencia generalizada de que una entrevista es, y sólo es, el procedimiento mediante el cual un entrevistador de buenos modales y voz queda le tiende una trampa a alguien entrevistable, de preferencia uno de los poderosos de la tierra, y a continuación lo va recortando, como en una tortura medieval, hasta que el entrevistado maldice la hora en que aceptó la entrevista (literal: eso dijo Henry Kissinger tras hablar con Fallaci)… y el entrevistador queda brillando bajo el titular como una suerte de Caballero Andante de la Verdad y la Justicia.
Bien, no digo yo que no -aunque tal vez deberíamos aceptar la posibilidad de que un poderoso no sea siempre un canalla-, pero sucede que en una entrevista cultural eso no funciona. Y la prueba es el propio libro de Fallaci Los antipáticos, de su prehistoria periodística, donde tras penosos y ombliguistas intentos de recortar a un artista como Fellini u otros la que queda desplumada es ella, aunque dudo que lo supiese alguna vez.
En la entrevista cultural -salvo la excepción del Figurón Fraudulento, por otra parte nada infrecuente- no tiene ningún sentido ir a recortar al personaje, que con frecuencia es un pensador, un artista notable. Y según mi experiencia, a veces con una indiferencia hacia los medios directamente proporcional a su talento. Si se presta a la entrevista puede ser por cortesía, generosidad o ganas de ayudar a sus patrocinadores. Reconozco que esa figura -que hoy combaten incluso en los contratos, donde se obliga a la colaboración con la publicidad de la obra-, se da muy rara vez: Beckett, Salinger (convertido por ello mismo en un animal enjaulado y acosado por esos mismos medios), Julien Gracq…
No sé si tiene mucho interés pero mencionaré que Naipaul no me intimidó para nada. En un par o tres de encuentros, sin duda cordiales, y aparte de su evidente singularidad, me pareció un hombre un poco preso en su propio personaje, lo que también es muy frecuente y al periodista le cuesta no poco sacarlo de allí. Y me decepcionó cuando en su conocido libro sobre la India le leí algo del tipo (cito de memoria): «como está previsto, aparecieron los niños sucios y desharrapados propios del Tercer Mundo». Justo lo contrario de lo que yo espero de un viajero, y de un escritor. De ellos espero que vean lo que no está previsto.