Mediada la guerra, el jefe de los espías de la Potencia del Oeste rindió cuentas a su gobierno de sus fracasos, que eran muchos:
-Es inútil. Pillan a todos nuestros espías. Y los fusilan.
Sus compañeros de gabinete no se lo terminaban de creer.
-¡Cómo es posible!, dijo uno de ellos. ¿En el siglo XXI no ha evolucionado la técnica del disfraz a la par que la Medicina y la Robótica? ¿Este va a ser el gran siglo del progreso humano, y el arte del disfraz, uno de los más antiguos, se va a quedar atrás?
– Sí -dijo el jefe de los espías, tan desconsolado que hasta se permitió un tonito de intolerable piedad consigo mismo que revelaba la gravedad de la situación-. Lo hemos intentado todo…
– ¿Todo? ¿Han intentado el disfraz de cliente de rebajas?
– Ese, en versión de hombre, mujer, jubilado y hasta cliente que devuelve una prenda después de haberla usado. Y también el de víctima de las eléctricas, de militante del Atlético de Madrid y hasta del Numancia, de disidente de partido político y de campeón de concurso de cocina. Uno de nuestros espías se disfrazó incluso de juez de un concurso de canto en el que la gente no entonaba nada nuevo sino viejas canciones que todo el mundo pudiese acompañar… Se han disfrazado de ducha, de bolígrafo de multas de tráfico, de dron, de político corrupto con un jamón en Navidad, de pito de árbitro, de IRPF, de palo de golf y de todo el catálogo de Mortadelo y Filemón.
– ¿Y?
– Los pillaron siempre pues nuestros enemigos también conocen a Mortadelo, que es global. Y al paredón.
El consejo de ministros se sumió en el silencio. Al cabo de un rato de melancolía lo que había parecido una entelequia, una utopía, una blasfemia -el triunfo de la Potencia del Este, imposible hasta esa mañana- se insinuó en la penumbra de la tarde. Además, a través de los árboles del complejo presidencial se veía caer un sol rojo de invierno y eso nunca ayuda. Y cuando alguno de los ministros más débiles ya concebía la palabra rendición pero no se atrevía a pronunciarla, una becaria, pequeñita y con los ojos verdes de inocencia, le cuchicheó al oído a uno de los ministros. Que al principio hizo un gesto de impaciencia pero algo le dijo la chica porque continuó escuchándola y cuando terminó todo el consejo le miraba, agarrándose a lo que fuese: ¿Hablaría por fin? ¿Se atrevería él a decir lo que nadie?
El ministro repasó a sus colegas y finalmente dijo:
– Dice que el error ha sido disfrazar a nuestros espías de lo que todo el mundo conoce. Por ejemplo, todo el mundo sabe a la perfección cómo es un usuario de whatsapp y cualquier policía de esquina puede reconocer a un whatsappero falso con un simple golpe de ojo… Ella dice que el truco sería disfrazar a nuestros espías de algo no previsto.
La chica intervino con su vocecita de becaria para precisar con fe de científico que ha descubierto algo:
– Es que ya nadie está preparado para reconocer lo que no está previsto. Nos hemos acostumbrado tanto a las cadenas de mensajes y a poner megustas en las redes que hemos perdido esa esquinita del ojo.
– ¿Por ejemplo?
Ahí les costó. Así como casi nadie está preparado para reconocer lo que no está previsto, mucho menos lo está para imaginarlo… y para crearlo.
En fin, que tras no pocos esfuerzos de la imaginación decidieron fiarse de la becaria y crear una espía con dos narices. No que los creadores tuvieran dos narices, como quien dice «un par» (aunque también), sino que la espía tenía dos narices. Rubia, alta, guapa, con tacones, gabardina de marca y el cuello levantado, pulseras tintineantes, perfume embriagador, medias de cristal… en fin, todo el uniforme perfecto de la espía internacional de hotel de cinco estrellas. Y dos narices.
Oye: pues no la vieron.
Así es: no la vieron.
Y la espía pudo llevar a cabo su misión y restablecer los equilibrios de la guerra, que ahí sigue, interminable.