MIRADA SORELA

¿Sabe alguien si sigue ahí la otra mitad del mundo?

Apartado: Siete años de Blog

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Nikolai Yezhou, jefe de la NKVD, a la izquierda de Stalin, desapareció a su vez de las fotos una vez cumplido el encargo de miles de asesinatos en las purgas soviéticas.

Además de incendios, magnicidios, colectivizaciones de la tierra e inesperados accesos al poder de personas que firmaban con una cruz, lo primero que se vio, al poco de estallar la Revolución, es que esta había nacido dividida: A un lado los partidarios de quitar, que es por definición lo que mueve a todo revolucionario. Pero al lado, un poco en secreto y sin gritarlo mucho, aquellos a quienes se les habían ido bajando las ganas de quitarlo todo y querían poner, construir también. Construir algo, así fuera plantar una hilera de magnolios. Pues hacer la revolución, como habían soñado y proyectado durante décadas de idealismo y sufrimiento, de planear a quién ejecutar, qué incendiar, qué arrancar de raíz, no bastaba para pasar a la Historia y ser recordado. Y desde el padre de familia hasta el pintor de domingo que se presenta al concurso del ayuntamiento, lo que anida allí en el fondo y no hay forma de saltarse es el deseo de ser recordado, un deseo tan inevitable como que las hojas se van quedando solas en los árboles a medida que se oscurecen los días. Y es raro que te recuerden si solo quitas. Se puede (véanse los grandes asesinos tipo Hitler, Stalin o Mao), pero es raro y como mínimo psiquiátrico.

Así que la guerra civil se prolongó hasta que las aguas de la revolución se mezclaron y comenzó a salir una sola, más turbia quizá, un poco como el desagüe de las lavadoras, más uniforme. El torrente de la revolución había quitado mucho, salvo las nubes, los cementerios y las tormentas y el calor del verano; lo había quitado casi todo como acostumbra cuando el agua está lo bastante cabreada… Pero al tiempo se fue permitiendo que aquí y allá sobreviviera lo que en los primeros días se había decapitado sin contemplaciones: un palacio o al menos algún torreón, alguna universidad que prefería parecer una academia de inglés, cierto apellido no demasiado largo, aunque fuese el símbolo del pasado (se les había olvidado lo que había llegado a significar pues la revolución también consiste en borrar por lo menos la mitad de la memoria), e incluso el delgado cuello de algún gran talento cuya agitación en la ciencia o la poesía no podía hacer demasiado daño. Además ciencia y poesía suelen ser los primeros elementos que usan los decoradores cuando llega la reconstrucción de la historia, cuando hay que reescribir lo que ocurrió y dar al fin con la verdad, aquella que hizo saltar todo por los aires.

Y aquí se llega al momento en que es preciso dejar pasar un tiempo. Igual que en un invernadero.

Para ver lo que ocurre.

Sí, igual que en un jardín, un huerto, también sucede en un cuento, una novela: hay que detenerse.

La discusión de si mucho o poco tiempo es otra discusión (y puede ser infinita).

El autor se ha de detener a ver qué pasa.

Tiempo.

Y ello para enfrentar con calma el viejo problema: ¿quién es el autor de todo este asunto?

Quién es: ¿El que cuenta la revolución? ¿O la Revolución en sí misma? Porque a la postre qué es lo que de verdad importa: ¿quitar lo que había o contar la versión de lo que allí estaba? Eso es crucial.

Tiempo o no tiempo, es inútil detenerse. Por mucho que nos quedemos a ver el problema, como jugadores de ajedrez sin cronómetro, o compositores de sonetos frente al atardecer, no hay nada que hacer: al cabo se mantendrá incólume el enigma de por qué, tras la revolución, crecieron esas plantas y no esas otras. Se construyeron estos edificios horribles en lugar de dejar florecer los que ya habían brotado antes, prometedores. Por qué galoparon por calles y playas los rebaños de muchedumbres con chanclas, en lugar de otras posibilidades, así fueran con los pies desnudos. Por qué se hicieron estas novelas y esas películas en lugar de otras no tan difíciles de imaginar y cuánto más atractivas…

En definitiva, tras la revolución se había ido permitiendo construir, pero solo ciertas cosas y en determinadas direcciones, y con sentidos y utilidades que, bien mirados, mantienen su insondable misterio. Al final -si es que en algún momento de ninguna narración se puede decir al final-, al final faltaba mucho de lo que hubiera sido posible y en otras circunstancias habría nacido y florecido.

Cualquiera se podía dar cuenta. Faltaba mucho, faltaba la mitad del mundo y quizá más.

O tal vez se trataba de algo todavía más grave: Quizá todavía está ahí, la mitad de mundo, pero ya falta gente que sepa reconocerla y nombrarla. Han entrado en el olvido, la ignorancia. Las cosas necesitan de quien las nombre para poder existir.

¿O sea que cuál era? y ese es el verdadero enigma, ¿la necesidad de esa revolución?