MIRADA SORELA

Ritmo o la escritura bailable

Apartado: Sastrería

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Sastrería / El ritmo

No es lo mismo lo que un castellano entiende por ritmo -Azorín, por ejemplo- que lo que entiende, digamos, un colombiano de la costa mulata Caribe (García Márquez). Que a su vez oye algo muy distinto que un mexicano de cultura mestiza (Rulfo). Ni lo que entiende un francés y lo que oye un alemán, aunque sólo sea por las leyes interiores de su idioma y las tradiciones de su cultura: véase la clásica diferencia entre ópera italiana y alemana: Rossini y Wagner. ¿Qué tendrán que ver? Poco. Pero ambas sí comparten algo, y con pasión: sitúan el ritmo, la cadencia, en primer término.

De forma no tan obvia el ritmo define casi todo, de las artes plásticas al periodismo, y desde el origen: Esa es la definición misma de la lluvia -así llamaban los mayas a la poesía: «sonido de la lluvia»-; de la jungla; de la tempestad: sobre la cadencia de una característica tormenta europea de primavera compuso Beethoven la 6ª Sinfonía, La Pastoral. ¿Qué une a muchas de las vanguardias en pintura? Pues desde el arte geométrico de Malevich al cubismo, el ritmo. ¿Y qué el perio-dismo? Ritmo: un ADN común reúne a los géneros periodísticos, ya sean escritos, de televisión o radio, y es un ADN rítmico. Hasta el punto de que casi podríamos decir que algo no es periodístico si no cumple con esa condición; si no está integrado en una estructura periódica, ya sea la distribución en columnas de una página, el compás de las noticias en un telediario, el formato de partitura de un semanario o los párrafos de un teletipo, por no mencionar ya su estructura interna. Esa cadencia es lo primero que se busca en periodismo, y casi se podría decir que, más que la dificultad intrínseca de un texto -una idea, por ejemplo-, una primera condición para que cierta realidad sea aceptada como periodismo es que sea formulable de una forma sincopada.

El ritmo es o debiera ser lo primero que percibimos de un texto, y cuando digo «debiera ser» quiero decir que si no lo percibimos, el texto está mal: algo falla. Es pues la primera condición para que un texto sea aceptable, el primer examen, el primer filtro. Saint-Exupéry, que escribía un francés como muy pocos, decía que prefería una falta de francés a una de ritmo.

Una vez aceptado como eje de casi todo, se descubre que a partir de ahí la discusión es infinita. Pues aparte de algunos autores que se mantienen universales -nuestra melodía interior no se aleja mucho de la de Shakespeare: esa es una de las razones de que permanezca-, vemos que no es lo mismo la cadencia de Proust -la tiene, y de qué manera, una cadencia larga en la que a veces una frase puede ocupar una página- que la de Hemingway, otro que basa su escritura en su concepción cortante y sincopada de la música de la narración. Valle Inclán se leía en voz alta para ver si un texto funcionaba -y su música se percibe desde la primera línea-, al igual que Eugenio D’Ors, que huía de todo ritmo demasiado reconocible. Cortázar habló de su diálogo con el jazz, y en particular con los «takes» o improvisaciones, intuición que gobierna buena parte de su última escritura. Y García Márquez, que nos devolvió la confianza en la música posible de la prosa, ha contado más de una vez que sus influencias vienen sobre todo de la poesía, incluso mala, y sin duda de la música: por decirlo rápido, le ha prestado más atención a la música que ha escuchado que a la literatura que ha leído. En cuanto a Stendhal, al parecer se desayunaba leyendo unos artículos del Código Civil, como ejercicio de sobriedad y de estilo…. y por consiguiente de ritmo. Inútil ir más lejos: no es posible encontrar un escritor de interés cuya obra no esté compuesta a partir de una cierta concepción del ritmo. O mejor todavía, no es posible encontrar una escritura interesante que no tenga swing. Que no se pueda bailar.