El problema de Ernesto Aristimuño no es que fuera bajito, feo y encorvado, con el culo metido, pues al fin de cuentas si en el Congreso de los Diputados se hubiese organizado un congreso de belleza no habría salido ni en las noticias de Local. Un poco más problemático es que fuese listo. Y lo agravaba el que fuera inteligente. Eso los diputados lo suelen llevar mal en los demás, en particular la mayoría, que lo es porque intuye sus limitaciones y se adapta. Pero precisamente porque era inteligente, Ernesto sabía disimularlo lo bastante para que le dejaran continuar allí, en una existencia cómoda más bien lejos de la lucha por la vida de sus electores.
El único problema, y que no podía controlar porque venía de fábrica, era la risa. Ernesto Aristimuño era una hiena, capaz de elaborar sofisticadísimas técnicas de acoso y caza que dejaban a las leonas como becarias y a los peligrosos hipopótamos con la boca abierta, pero no podía disimular su risa, ni controlarla cuando la provocaban múltiples motivos pero sobre todo pretenciosas ocurrencias, rollos vestidos de ideologías redentoras y todo lo que en un congreso abunda, además de la ira que le producía el pensamiento único y el hartazgo por las modas irrefrenables. Frente a todo ello opinaba también con risa. Como el cascabel a las serpientes, era algo que seguramente Dios o el Azar les había puesto a las hienas para avisar del peligro.
Bien, era algo que estaba ahí, y como la soberbia de los leones y la astucia de los gatos, formaba parte de la historia parlamentaria desde que los animales se reunían en torno a los árboles, las rocas o el fuego para discutir de sus problemas y crear otros antes de arreglar los primeros. Igual que las vacas y las ovejas nacían con una propensión a la obediencia y la esclavitud que no había forma de cambiar ni con sangrientas masacres milenarias, casi exterminios como el de los búfalos, era algo con lo que se aprendía a convivir y ya está.
Hasta que un día una jirafa se quejó.
– La risa de la hiena hiere mis sentimientos y me humilla -dijo.
La jirafa dejó pasar el tiempo para que se aposentara la sorpresa pues sus intervenciones eran raras y tardaban algo en llegar hasta abajo, y luego remató-: No tiene derecho.
Los animales tienen el colmillo retorcido -todos los animales, salvo los rumiantes y alguno más, pero esos no cuentan-, y por eso es realmente raro que nada de lo que suceda en un parlamento les sorprenda. En realidad lo han visto llegar desde antes, y si no lo han visto, se adaptan.
Esta fue una de las veces en que les pilló de sorpresa, visto lo cual el secretario de la cámara, un cocodrilo, que era muy rápido, pidió y obtuvo la suspensión de la sesión: era poco antes de mediodía pero él dijo que ya era hora de comer y es raro que alguien rebata alguna vez ese argumento.
Y cuando se volvieron a reunir, a Ernesto Aristimuño se le cedió la palabra para que explicara como:
1) La risa era parte de su idioma y hasta el momento a cada cual se le había reconocido el derecho a expresarse en lo considerase oportuno, incluso en siseos a las serpientes, el sonido de la crueldad, y en rugidos a los leones en celo, pura pornografía.
2) La risa -«incluso si es una risa corta y desagradable como la mía, que a veces hasta huele», concedió Ernesto- es uno de los mayores recursos dialécticos que existen, hasta el punto de que por lo general prepara el «sí» o el «no», que de eso va, en esencial, la partida.
y 3) La risa -y aquí como luego se vería metió la pata hasta el fondo-, no solo es síntoma de inteligencia sino de tolerancia. Tiene también mucho que ver con algo que los jóvenes ya les cuesta reconocer y es el sentido del humor.
Ahí fue donde chocó con los muros de Troya. Porque a la jirafa pasó por encima de lo de la inteligencia, un argumento al que era tan impermeable como a las lluvias de los monzones, desconocía hasta el concepto, pero lo de la tolerancia le escarbó algo en una de sus manchas. Que la irritó al punto de extraerle, y no sucedía casi nunca, algo parecido a la cólera:
-¿Tolerancia? ¿Sentido del humor? ¿Así se llama ahora el derecho de humillar a los demás que se otorgan las razas prepotentes?
Era la primera vez en mucho tiempo que se oían palabras graves como «razas» o «prepotentes», que habían costado mucho dolor y desgracia en lejanos tiempos pre inteligentes.
– La risa no pretende humillar a los demás sino ayudar a la discusión, le contestó Ernesto. Frente a una risa se puede oponer otra, («siempre y cuando tenga gracia», añadió, y lo subrayó con un par de esos gemidos que pasan por ser la risa de las hienas).
Pero es inútil: pasa el tiempo, la jirafa se empecina, no cede y cada vez todo está más enredado. Igual que los debates en el congreso que se han fortalecido y embarricado en una y solo una alternativa: «¿La risa humilla o es una condición de la tolerancia y civilización?»
Y como no cabe la risa ni como prólogo y respiración, la cosa no avanza. El cuello de la jirafa parece una trenza. No crean: no todos los diputados se desesperan. Algunos especulan con viejas versiones de la historia, y elucubran con las consecuencias si el debate se estanca de verdad. Y reman para que así ocurra.
Así que todo depende de que suene o no una risa. Aunque sea de hiena.