CARLOS FUENTES. LOS AÑOS CON LAURA DÍAZ. ALFAGUARA, MADRID, 1999 480 PÁGS.
No es una anécdota el que, hacia el final del libro, Laura Díaz se convierta en una célebre fotógrafa de la no menos famosa agencia Magnum: todo el libro tiene vocación de foto, no sólo en su calidad de testimonio –este es quizá con La región más transparente el libro más cronista de Fuentes– como por su amplio marco. Parece claro que el autor se ha propuesto incluir en su mural a todo aquel que haya tenido que ver, incluso a distancia, en el siglo mexicano, un siglo ni sencillo ni tranquilo, y con una vocación totalizadora de historiador y también de intérprete.
Un empeño a la altura de La muerte de Artemio Cruz (1962; por cierto que Cruz reaparece aquí); Cambio de piel (1967) o CristóbalNonato (1987), por citar sólo algunos de los títulos ambiciosos de Fuentes, con una ambición al viejo estilo, una ambición que se ha vuelto infrecuente o al menos no se suele manifestar de forma tan directa. Tampoco es casual que Fuentes publique Los años con Laura Díaz cuando parece casi inminente el final del régimen instaurado bajo la Revolución mexicana, al menos bajo la forma clientelista y partitocrática que Fuentes no vacila en condenar. Ese es el verdadero aniversario del que habla, y sobre esa revolución –la esperanza que engendró, su corrupción y su relativo fracaso– se vertebra su libro. Y como no podía ser menos en Fuentes, un autor cuyo cosmopolitismo no siempre ha sido comprendido en México, cuyos escritores están, sin embargo, abiertos como pocos al exterior, el siglo mexicano, tejido sobre episodios que él vivió, como la masacre de Tlatelolco (a raíz de ella dimitió como embajador en París), le sirve para reinterpretar a modo de epitafio parte de la historia contemporánea: la revolución del automóvil, la guerra de España, el exterminio judío, el macartismo… con una visión integradora y globalizadora.
Para armonizar todo ese material ambicioso y heterogéneo en un solo mural, Fuentes utiliza el mecanismo sencillo, aunque no siempre convincente, de ir encarnando los episodios en los sucesivos hombres que cruzan por la vida de Laura Díaz, la testigo, con una evidente preferencia –también de Laura– por el español Jorge Maura, de toda evidencia inspirado por el escritor Jorge Semprún Maura, cuyo retrato coincide hasta en el campo de concentración, Buchenwald, que ambos padecieron. Con su pasión casi poética por los símbolos y las identidades secretas entre las cosas, no es, no puede ser azar el que Fuentes abra su libro con la crónica de los murales que fueron encargados a Rivera, Orozco y Siqueiros en Estados Unidos (y que sufrieron de modo grotesco, la censura o el fuego), y que acepte un fragmento de un mural de Rivera para ilustrar la portada de su libro. En él aparece un joven obrero de cejas juntas y estrella roja cuya identidad no es otra que la de santa Frida Kahlo en una de sus muchas reencarnaciones.
Más allá del efecto buscado por el portadista, también es significativa esta aparición de Frida Kahlo. Porque Los años conLaura Díazson igualmente los de una crónica que en ocasiones es histórica y en otras social –y en este caso un guiño políticamente correcto–, lo cual no tendría nada de particular de no ser porque la lógica y verosimilitud de la narración se pueden resentir por culpa de esta ambición totalizadora. Ese es el problema con las fotografías populosas de amplio marco: que los detalles tienden a difuminarse. Y eso es lo que sucede con la novela de Fuentes que, como es frecuente en él, si peca de algo es de excesiva, lo que por otra parte no es mal defecto en un tiempo en que la literatura intenta sobrevivir en una abundante escasez.
Ese exceso, en un escritor rápido como él, lleva aparejados desajustes que un menor impulso habría permitido corregir: Personajes un poco borrosos, por ejemplo, más estereotipados cuanto más simbólicos. O una cierta inconsecuencia en sus movimientos: por sus obligaciones estructurales de testigo, que no de personaje, Laura Díaz permanece varios años sin ver a sus hijos porque se quiere quedar en México a leer y completar su educación, y en cierto momento se marcha a un largo viaje por Estados Unidos con Frida Kahlo sobre la base de una simple invitación de Rivera, que apenas la conoce. O ciertos tópicos nacionales extenuantes como que la gente del altiplano es reservada y la de la costa abierta, que contrastan con hallazgos como la visión de Detroit como una moderna ciudad amurallada.
También se podría haber evitado la repetición de algún pasaje (págs. 232 y 256). En su vocación muralista, cronista, historiadora y hasta moralizadora, y aquí bastante autobiográfica, Fuentes se une a una tradición mexicana que siempre ha buscado la narración poética para interpretar la Historia, y que emparenta obras en apariencia tan disímiles como las clásicas El águila y la serpiente y La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, la reciente Materia dispuesta, de Juan Villoro, El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, Noticias del imperio, de Fernando del Paso, La guerra de Galio, de Héctor Aguilar Camín, El desfile delamor, de Sergio Pitol, y La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, entre otras, por chocantes que resulten estas asociaciones en el sísmico mapa literario mexicano. Los principales libros de Fuentes enlazan con esta tradición, incluyendo El espejo enterrado, por lo que habrá que convenir, visto el volumen de lo escrito, en que él es uno de los corredores más tenaces.
¿Hacia dónde? Ya no podemos seguir hablando de «la búsqueda de la identidad», todo tópico tiene un límite, o debería tenerlo, y más si se trata de un tópico que los críticos han venido aplicando a lo que hace tiempo es una tradición, casi un género. Quizá de lo que se trate es de la identidad de esa búsqueda. O de la búsqueda como identidad.