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Poligamia entre cuarenta

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Sabía usted que en el metro de París los músicos callejeros tienen que pasar un examen previo? Los espacios están adjudicados, pues se considera que se trata de auditorios nada despreciables, y si no se obtienen buenas críticas, o parecen irrelevantes, no se puede menospreciar en cambio el número de espectadores y, por consiguiente, el monto de los honorarios: una cifra mayor, en todo caso, que el caché de Haendel en sus horas bajas.

Mi primera reacción ante este descubrimiento fue la de una admiración un poco temerosa. Admiración ante una civilización que parece capaz de ponerle riendas al ruido, e incluso sordina y modularlo, exigirle un mínimo de calidad —algo que desde el sur parece rayano en lo épico si no en lo milagroso—, y temor ante una sociedad (iba a escribir una cultura pero no me ha salido) que consigue ponerle puertas al campo: pues no otra cosa es regular la música callejera, aunque sea subterránea, algo que desde siempre parecía uno de los posibles sonidos de la libertad.

Si adjudicamos los espacios de la calle, ¿qué será del gitano que, acompañado de una cabra, atruena un barrio entero con su trompeta? Pues está claro que más tarde o más temprano el funcionario que da los permisos dejará asomar la zarpa de sus pequeños prejuicios y empezará a premiar la música de acordeón por encima de la de violín, y adjudicará los mejores espacios a los músicos que huelan bien, o sean guapos, o de las minorías más de moda, así que la estación de Austerlitz, por ejemplo, dejará de tener ese aire de grandeza indiferente que exhala casi todo París y cogerá un aspecto de restaurante alquilado para una boda.

No hay mucho de qué extrañarse, por lo demás, si se piensa que, como ya he contado aquí, las nuevas estaciones de metro en Londres están enfundadas en tubos de plástico con puertas que sólo se abren sobre las de los trenes para que la gente no se pueda suicidar. No ahí, por lo menos.

Lo del metro de París se puede sobreponer como un calco sobre el largo proceso hacia la unión europea: algo que parece muy avanzado si se piensa que antes de un año se podrá comprar en todo el continente sin cambiar el dinero; pero muy retrasado si tenemos en cuenta que, después de tanta guerra y tanta historia, no creo que los europeos capaces de hablar un rato seguido sobre el país de al lado sean capaces de llenar un campo de futbol, ni siquiera uno de provincias, y eso aceptando incluso los más rancios prejuicios («los británicos son fríos», «los franceses racionalistas», «los italianos apasionados», etc…).

Ni siquiera hay, que yo sepa, estadísticas o estudios para demostrarlo, pero es algo que se puede comprobar en cualquiera de las múltiples cumbres políticas que van echándole cemento al continente: el rejuego es siempre —siempre— en función de los sacrosantos intereses nacionales, con el agravante de que «nacional» es una palabra hoy en día tan prestigiosa, tan fuera de toda sospecha, que en su nombre se reivindican las desigualdades e injusticias más flagrantes, cuando no directamente el racismo, y hasta se defienden con aplomo.

Además a «nacional» le han salido hijos por todas partes: basta asomarse a cualquier esquina de los ya cientos de kilómetros de burocracia de Bruselas para percibir que la partida ya no es sólo entre naciones, países, regiones, pueblos y aldeas, pasadas, inventadas, presentes y posibles. Todo nuevo jugador —trátese de un grupo industrial o de un corte del censo ordenado por edad, sexo, color, religión o club de futbol— se ha de vestir con una especie de disfraz nacional, incluida la peligrosísima jerga que siempre empieza por nosotros, si de verdad pretende sacar tajada de lo que hasta el momento es visto no como una nueva meganación o unión de naciones, sino como un supermercado. Puede que los nuevos candidatos a nación sólo tengan jergas en lugar de lenguas vernáculas, rutinas tribales en lugar de banderas, canciones en lugar de himnos y litigios judiciales en lugar de batallas (si se acepta que lenguas, banderas, himnos y batallas suelen ser los atributos de las naciones, digamos, de rancia estirpe), pero está claro que todo se andará: al principio, incluso La Marsellesa no fue más que una marchosa canción de regimiento.

Lo preocupante es que, tal como demuestra la propia historia, nunca fue posible construir nada sin una música que le diera unidad, como sugiere la película Azul, de Kieslowski, donde la muerte del compositor deja inconcluso el bellísimo himno para Europa que estaba intentando.1 Lo que sucede hoy en Europa es más bien como lo que cuenta Fellini en su Ensayo de Orquesta, donde cada músico, inconsciente de su don superior, angelical, defiende mezquinos intereses que terminan por hacer naufragar a la orquesta. No sé por qué me recuerda a los políticos que acuden a las cumbres europeas y son juzgados por los periódicos según hayan conseguido medallas y réditos para sus respectivas banderas, como si la construcción europea fuese un campeonato de himnos nacionales, igual que los (desnaturalizados) Juegos Olímpicos.

Por encima de la retórica triunfalista de los gobiernos europeos, y en particular el español, lo llamativo es que no resulte asombroso hasta qué punto se desconocen las partes que se pretenden unir, y qué poco adecuado es el lenguaje de los nacionalismos en la construcción de una casa común. Si en los matrimonios de antes eso resultaba arriesgado —aunque no siempre saliera mal, reconozcámoslo—, ¿qué puede suceder ahora que nos vamos a casar cuarenta desconocidos? Es la ignorancia la que convierte el amor en poligamia.