No es cierto que las hormigas trabajen y se agiten todo el día. No las de mi jardín, en todo caso, que trazan en la mitad del patio una raya caprichosa con aspecto de frontera, muy parecida en este caso a la sinuosa y traicionera que, en calidad de periodista, en su día recorrí en helicóptero de la OTAN entre las dos Alemanias. Una lección, por cierto, decisiva, que borró doscientas asambleas en la universidad: el «socialismo real» era una cárcel. Literalmente, con siempre torreones a la vista dispuestos a disparar, alambradas de alta tensión y perros asesinos patrullando. Por eso mismo me resisto a llamarlas «mis hormigas», aunque estén en mi casa.
Viéndolas ahora desde el primer piso, me parece recordar que ya en los últimos años las hormigas, al volver en primavera, se habían mostrado más lentas de lo normal. Aunque puede ocurrir que mi memoria falsifique, como es sabido la memoria elige en el pasado lo que le gusta.
Antes, las exterminaba. Compraba un flit en el supermercado, un lugar donde las comprenden muy bien porque es también un poco hormiguero y, manejándolo como un lanzallamas, las gaseaba. Y tras un par de ejecuciones multitudinarias, las supervivientes aprendían la lección, le pasaban la noticia a sus paisanas con sus microscópicos tamtams, y no volvían… hasta el año siguiente. Igual que las cucarachas.
Pero entretanto viajé algo por Asia y, de algún modo -porque allí nadie te dice nada ni te intenta convencer, esa es quizá la primera novedad-, se me quitaron las últimas ganas de andar matando todo lo que se mueva que todavía tenemos por aquí como un chichoncito en la evolución (un millón de licencias de caza). Y dejé de matar las hormigas, al menos las que no se meten en mi casa, mis calcetines, mi azucarero. Qué diablos, dije, un jardín es su lugar natural, tienen tanto derecho a estar ahí como la lagartija, el par de urracas, los gorriones, los perros del vecindario y hasta los gatos que se pasean por los techos y desagües. De hecho, descubrí que ya no quería matar a nadie cuando un gato gamberro orinó en una hermosa hiedra, hasta quemarla (una hiedra que tarda cuatro años en crecer), y me limité a comprar repelente antigatos. Ni siquiera imaginé otra posibilidad, pese a las sugerencias apenas veladas de mi asistenta, que con sonrisa y voz dulce hacía de Yago con Otelo. Me sentí budista, me sentí civilizado.
Mas todos esos avances de la civilización en mi jardín se me tambalean, sin embargo, ante la progresiva evidencia de que las hormigas han migrado de regreso… para quedarse.
Respetan mi casa pero en el jardín apenas se mueven, sólo se agitan un poco mientras parecería que, amparadas en su anonimato, se pasan consignas con su voz silenciosa: Ese proceso que tanto fascina a los perros, que enderezan las orejas, tiesos, como si esperasen oír algo y comprender el mundo laborioso y como ahorrador y bancario de las hormigas. Rompiendo su ley, las hormigas se agitan en su sitio a la espera de algo. Y así es. He terminado por comprender que esperan víctimas. Para imponerles su ley: No comprender qué era esa multitud sin cara y sus murmullos silenciosos le costó la vida a una cucaracha que pretendió cruzar la línea para disfrutar de la primavera como han hecho siempre. Su muerte fue horrible. Sus restos descuartizados fueron paseados a hombros un rato por la línea, antes de desaparecer.
Los que sí han comprendido pronto son los gatos, que no han vuelto, aunque eso es típico de ellos: sólo van adonde hay pájaros o ratones y no corren peligro. Y desde luego no están dispuestos a jugárela por los derechos de nadie a disfrutar de la primavera, y menos de las cucarachas.
En cuanto a los perros, mucho más valientes, me parece que desde las casas vecinas ladran con más prudencia que antes, mejores modales. Visto que siempre ladran para molestar a los vecinos, pues los dueños de perro son sordos, he llegado a la conclusión de que a quien no quieren molestar es a las hormigas, no vaya a ser que vayan a visitarles. ¿Adónde se van las hormigas cuando se van? Tal vez donde los perros… Ahora pienso que quizá ellas fuesen la causa de los ladridos que oí algunas veces, frenéticos e incluso angustiados.
Pero lo que me preocupa son los pájaros. En primavera hablan tan fuerte que te despiertan con sus proclamas e historias, y una vez, incluso, salí al jardín para echarlos y que me dejasen dormir. Mas el amanecer me gusta tanto que se me fue de golpe el sueño y me quedé a disfrutar del alba.
Sucede que los pájaros se han callado. No han huido como los gatos, pues han hecho sus nidos por aquí, pero van mucho más allá que los perros: se quedan mudos. Alguna vez se les oye pero no parecen desde luego sus conocidas proclamas sobre el placer de vivir al aire libre y sus entusiasmos por la primavera. Parecen más bien avisos en clave: cuidado con las hormigas. Los gorriones las observan con sus ojos fijos desde los árboles, miran la frontera en mi jardín como me imagino que miraban los alemanes de uno y otro lado la suya. Pendientes de los torreones que disparaban. Dispuestos a huir, preguntándose qué había que hacer para complacer al amo de la frontera. Y también miran a las dos urracas, los gorriones, a ver qué piensan hacer.
Pero las urracas, conocidas por su inveterada defensa de la libertad, con sus picos rojos sobre fondo negro, e incluso de la anarquía, parecen desconcertadas… por no decir otra cosa. Mucha libertad pero llega un enemigo arrastrándose y… su proclamado amor a la libertad ya no vale en ese nuevo mundo de susurros. Se dice además que las hormigas no son muy partidarias, ni de la libertad, ni de los que andan presumiendo de ella. Ni siquiera de quienes, sin presumir, tienen un pensamiento propio o costumbres distintas. Aunque no se sabe exactamente cuál, las urracas saben que las hormigas marcan una ley y cuidado con ella. Podrán ser pequeñas y hablar en voz que ni siquiera los perros pueden oír, pero son muchas. Una muchedumbre. Tal vez no un pueblo ni una nación, sea eso lo que sea, pero una muchedumbre… una muchedumbre actuando al mismo tiempo, sin caras reconocibles y hablándose en secreto, no sólo es letal, como saben las cucarachas: es indestructible.
Y eso también lo sabe la lagartija que por estas fechas sale de los restos de leña del invierno y se pone a tomar el sol en la pared. Este año ha crecido un poco más -de lo cual me alegro, eso significa que se encuentra bien en mi casa-, pero a cambio la noto con el ceño fruncido y más arrugas: preocupada. Desde la pared ella misma ha visto la línea, la frontera de hormigas y debe de comprender. Y cómo no, los sabios han dicho que nacemos sabiendo ya muchas cosas. O sea que las lagartijas, que han visto ya mucho -desde la prehistoria pues son dinosaurios pequeñitos y por eso pudieron sobrevivir a una serie de tsunamis que cambiaron el mundo-, deben de saber más que nadie. Seguro que han reconocido a las hormigas y su cabreo vigilante, pendiente de quién se desvía de la línea.
Inocentes, en cambio, son los árboles, que han vuelto a brotar como siempre, en el mejor de los mundos. Y estoy en particular contento con el verde restallante contra el azul del cielo del Gingko Biloba que planté como un pedacito de Japón, para recordar aquello y ponerlo un poco a salvo, tras el desastre.
Mas no tengo nada claro que las hormigas se lo vayan a permitir. ¿Por qué habrían de hacerlo? Japón es una civilización compleja, sobre todo para quienes no quieren comprender, y en eso las hormigas descuellan. Son oscuras y se agitan por el suelo, presas al fin y al cabo de su mediocridad, sus susurros ensimismados y sus leyes confusas y prohibiciones, leyes de muchedumbre convertida en jauría cuando ataca, y el Gingko brilla verde al sol como si no supiese hacer nada más. No sé si le permitirán existir en este nuevo régimen, esta tiranía de murmullos que no se oyen pero matan.