MIRADA SORELA

Noche de hojalata

Apartado: Siete años de Blog

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Patera y luna. p.S
Se inclina de lado, como una patera y parece que el tiempo
para que se hunda ya ha sido fijado. Tic tac, tic tac, tic tac…

A quien corresponda.

Estimada vuecencia excelentísima:

Anoche cené en Madrid en una terraza discreta -algo nada fácil-, y la comida era casi excelente pero el camarero llevaba el tatuaje de una telaraña en el codo (una telaraña de tarántula), y las sillas, de hojalata, nos obligaron a tomar el café en otra parte. Además, a la altura del postre, alguien se puso a lanzar cohetes, buscasuegras y petardos desde un edificio vecino -súbitos alaridos en una noche caliente-, y eso arañó la velada, qué duda cabe, nos agrupó bajo los toldos para eludir las chispas y endureció las sillas todavía más: nada como un petardo para infundir en quien ande por ahí el deseo de asesinar a alguien.

Nos íbamos ya cuando apareció la policía. Tras mirar con ojos lentos el horizonte roto por la chapuza urbanística en el que se emboscaba el francotirador de los petardos, uno de los agentes escupió con parsimonia como un policía de película de Misisipí -es lo que pasa cuando se abusa de los telefilmes-, y nos informó que los únicos ruidos que pueden reprimir las leyes son los continuados. No el de una bomba, por ejemplo, o el de un cohete. Esos no. Lo cual admira sobre la inteligencia del legislador y explica tantas enigmáticas cobardías de la ley. Además, a los policías no se les veía muy dispuestos a reprimir nada, ni siquiera a detener a cualquier homínido que pasase por ahí en una moto a doscientos, hacía calor y reñir a quien tira cohetes en la madrugada suena antipático, represor, protofascista. A mí me parece sin embargo algo más primitivo que, digamos, los toros. Mucho más. Todos los años celebro mi Navidad particular con ocasión de las Fallas de Valencia, me siento como en la noche de Reyes cuando aún me traían regalos, feliz, pese a mi nostalgia de la paella hecha en fuego de leña de la playa de la Malvarrosa, feliz de no estar allí.

De la terraza donde tomamos la copa nos echaron a una hora tipo Bruselas -aunque estoy seguro de que en Bruselas hoy se puede trasnochar más que en Madrid, donde beatos pero astutos alcaldes han hecho creer que madrugar en las terrazas es de pobres y poco europeo-, y luego crucé una ciudad de un vacío inquietante, se hubiese dicho que enfermizo. Y me acordé de cuando en Madrid las tertulias de Gómez de la Serna o de Cansinos Assens empezaban a medianoche y hubo un conato de motín porque los taberneros exigieron poder cerrar una hora, sobre las seis de la mañana, para barrer. Eso se consideró un asalto a la libertad de los noctámbulos, una zancadilla al derecho a charlar. Que no necesitaba de cohetes para animarse. Nadie tiraba cohetes a la noche como tribus asustadas por el silencio que le arrojan flechas a los eclipses.

Pero me distraigo. Durante la cena, una joven extranjera y sin casi acento en español se quejó de que cuando ella dice que estudia chino, le suelen preguntar: «¿para qué?». Y cuando dice que no para de traducir textos de guiones de cine, comics o canciones, el comentario no es sobre las canciones sino: «Estarás forrada». (Para más inri, no lo está: ya se sabe que a los traductores, cuentistas, poetas, dramaturgos y demás es lícito pedirles que trabajen gratis. ¿No es un placer? ¿Acaso no se lo pasan en grande? Pues eso. Que agradezcan que al morir ya se les admita en los cementerios de la gente honrada).

Otra joven amiga, en paro, que se apresta a irse al extranjero a estudiar… y también escapar, contó una peripecia con los oficinistas con poder para tramitar visados a los parados que les ahorro pues todo el mundo, incluidos los anafabetos, conoce las obras completas de Kafka tras haberlas vivido.  «¿Será posible que me haya costado menos conseguir plaza en una universidad legendaria que un permiso del paro, por lo demás legal?», se preguntaba. A los quince días de los consabidos no son estos papeles, esto no es aquí, vuelva usted mañana y demás letanías que Kafka y todos los demás nos sabemos desde niños, como los rezos de antes de dormir, mi joven amiga terminó gritándole a un fulano: «¡Usted es quien debería estar en el paro!». Debería. Pero lo que sucede rara vez hace lo que debería.

Podría seguir. Noches y noches, y travesías de la ciudad desierta (ojo: no es exactamente botellón lo que echo de menos), y convertir esto en un largo lamento. Pero sospecho que ya nos lo sabemos y que cada cual podría escribir el suyo y competir en historias sobre sillas de hojalata, telarañas humanas, la tuberculosa falta de curiosidad y sádicos chupatintas.

Sin embargo, atravesando la ciudad, más desierta que dormida, a mí me pareció que esa noche -de inteligente y suave compañía, por otra parte- era como una alegoría, una imagen de un marco más ancho y más profundo, un emblema de un tiempo de hojalata. Si pese a todo caigo en la casuística y expongo los síntomas de una sola noche -y por eso me dirijo a vuestra vuecencia excelentísima, donde quiera que se encuentre-, es porque me ha venido la sospecha de si alguien habrá notado que desde hace cierto tiempo esta esquina de la tierra se inclina. Se inclina mucho. No hacia la derecha o a la izquierda, y ni siquiera basta que se vaya metiendo en el agujero nacionalista (aunque ayuda). Se inclina de lado, como un Titanic, una balsa, una patera, y parece que el tiempo que falta para que vuelque y comience a hundirse ya ha sido fijado. Tic tac, tic tac, tic tac…

Lo cual digo para avisar.

Parecería necesario tomar medidas. Contra la chapuza, los petardos, lo hecho a medias, las sillas de hojalata en las terrazas, los escupitajos de los policías, la necesidad de emigrar (de escapar), lo mediocre que parece un tsunami lento y nocturno pero invencible, las conversaciones interruptas en la noche, los chupatintas interviniendo en nuestro destino… en fin, usted, confío, ya me entiende.

Suyo respetuoso,