MIRADA SORELA

Náufrago nuclear, cuarto día

Apartado: Siete años de Blog

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Mantenían a los ancianos detenidos en un campo

Al llegar a Madrid, hace una semana, Kei Tetsu agradeció que todavía exista la primavera, aunque sea al otro lado del mundo, y bendijo a la oenegé Aire Azul que lo ha traído para que respire aire libre y se limpie un poco los pulmones de toda la porquería que tragó tras el tsunami. Kei fue seleccionado para venir a España porque, en su larga vida de pescador -tiene 59 años- ha convivido algo con marineros peruanos y chilenos y, aunque su idioma es bastante técnico (marea, percebe, red, ballena deliciosa, viento de levante, tiburón), se defiende en español.

El lunes y martes de su llegada, pues, todo fue agradecimiento y goce: aire libre, cielo azul y gambas en gabardina con cañas en el mercado de San Miguel. Emocionante solidaridad de los madrileños, que pronto le llamaron Manolo, Manolín, le regalaron un capote en la Escuela de toreros para torear la mala suerte y una peineta para su madre en el museo del Traje. La presidenta regional le organizó una recepción con niños japoneses cantando himnos y el alcalde aprovechó para señalar que debemos aprenderdelalaboriosidadjaponesaparasalirdelacrisis. Etcétera.

El martes y miércoles permitieron que un par de científicos le tomasen el pulso y la tensión… y también convocaron a una rueda de prensa, para que contase: Cómo la ola metió los pesqueros en los salones y dentro de las almohadas se refugiaron los pequeños calamares del norte de Japón. El jueves fue agarrado de la mano durante siete minutos por una ministra que, mostrándole los dientes, ya se encontraba en campaña electoral (si es que alguna vez no lo están). Esa noche, sentado en la cama de su hotel y después de verse subtitulado como «náufrago nuclear» en el telediario, escuchó por primera vez el silencio que en Madrid, pese a las apariencias y la leyenda de ciudad simpática y nocturna, puede ser grande, largo, de planicie castellana con un chopo en la lejanía.

El viernes por la mañana, la única persona que se interesó por él fue la empleada que quería hacer su habitación para que llegase el fin de semana cuanto antes, y Kei confirmó que se encontraba, al fin, solo y anónimo como sólo se puede estar en Nueva York, en Tokio y el D.F. Entonces comenzó la verdadera historia: tenía tantas ganas de disfrutar la primavera que salió a la calle sin desayunar, pero no entró a tomarse unos churros, primero porque no sabía que también hay churros en España y luego porque temía ser reconocido y que el circo comenzase otra vez.

Habrá quienes lo atribuyan al estado de ayuno o, aún, al jet-lag. Yo estoy convencido de que fueron las radiaciones invisibles que alcanzó a recibir en la central de Fukushima, y de las que aún no sabemos nada. Al salir a la calle, Kei tuvo un primer impulso: retroceder. Retroceder como el día del tsunami pues, como entonces, la ciudad había crecido. Edificios más grandes, ángulos más cortantes, grises más grises echándosele encima.

Los edificios altos no son algo que deba intimidar a un japonés, claro está. Lo que intimidada a Kei es que los edificios habían crecido. Desde que llegó a un Madrid reluciente en el centro de una Castilla teñida de verde por el invierno, los edificios habían crecido, el sol se había pelado -¿como decirlo de otro modo?-, y la gente, que parecía vestida de uniformes, no sólo menguaba de una forma muy sutil… También se transparentaba. Se les veía todo.

Sí, eso fue lo que le desconcertó: ver a la gente, primero sin abrigo, luego en mangas, y luego desnuda para revelar a continuación sus añadidos, sus postizos. Se podía ver que el tatuaje de una estrella en el ombligo de una chica intentaba disimular un coeficiente de imaginación más bien bajo. Que un banquero tristón llevaba una muela de diamante. Que un individuo corría rítmicamente con traje y corbata para que la policía creyese que era un ejecutivo que llegaba tarde a una fusión bancaria y no un sospechoso atleta entrenándose. Que un comisario había detenido a un montón de ancianos, propietarios de un pensamiento viejo e irrecuperable, y los mantenían manos arriba contra la pared tras unas rejas en un campo de deportes. Que un profesor había escondido sus palabras arriesgadas en los calcetines. Que… ¿Para qué seguir? Puede haber niños leyendo esto…

Desde entonces Kei no hace otra cosa que recorrer las calles, consciente de que no debe desfallecer. Que debe tomar nota de todo para cuando regrese y prevenir a los japoneses: «Por las antípodas ha pasado o está pasando otro tsunami, pero este es invisible y además enmudece a sus víctimas. Nadie parece darse cuenta o, si se la da, se calla. Quizá sea ese otro de sus efectos».

Por otra parte, ¿como avisar? No le dejan subirse a un avión, para que no contamine los aires del mundo. Kei sabe además que esos ojos nuevos que le hacen ver más tienen un precio. Seguro que lo tendrán. Se pasea pues con cierta timidez por Chamberí, por Chamartín, por Hortaleza, temeroso de que le salgan al encuentro y le pregunten qué derecho tiene a ir mirando. Por qué está ahí. Papeles, por favor. No sabe si el precio le saldrá al encuentro tras la siguiente esquina para darle un sacudón de diez en la Escala de Richter.