Se veía venir. Al fin y al cabo, hace ya décadas que los creadores de museos intentan escapar del diagnóstico vanguardista convertido por el tiempo en profecía y maldición: los museos son cementerios.
Los creadores de la penúltima generación de museos ya se esforzaron en cambiar el lugar de la importancia, derrocar las reglas de los acentos. ¿Creía usted que en un museo lo importante es la obra que se exhibe? Pues no: de las faraónicas transformaciones del nuevo Louvre, el Musée D’Orsay o el Museo Picasso, por no salir de París, se deducía que lo importante no era tanto lo que había dentro sino la caja. Los cuadros de Manet, Gauguin o Van Gogh que en el museo del Jeu de Pomme habían conseguido por fin convencer al público de que son arte clásico, en el Musée D’Orsay (una antigua estación de tren), se esfuerzan ahora por cumplir con el destino más humilde de decorar la obra de un arquitecto ni siquiera creador sino transformador.
Antes los arquitectos parecían artesanos orgullosos de subordinar su arte a una función. Con la reforma del Prado a cargo de Rafael Moneo, los madrileños están aprendiendo la vieja, costosa y larga lección de que hay una combinación fatal, y es la mezcla de arquitectos ambiciosos con políticos acomplejados y poco leídos y un sólido presupuesto (aunque a veces no sale del todo mal: véase el Guggenheim de Bilbao, escaso museo pero fascinante edificio. La caja como obra de arte).
El caso de la Tate Modern, en Londres, es distinto. Inaugurado esta primavera como la propuesta inglesa de museo para el siglo XXI (el lenguaje faraónico es esencial a esta jerga espectáculo-mediática), se trata de una vuelta de tuerca en la carrera hacia… hacia… ¿hacia dónde? Porque lo más grave aquí no es el diseño de vieja fábrica, con una chimenea de lúgubre simbolismo, en la orilla del Támesis y a cien metros del reconstruido Globe, el teatro de Shakespeare: agredida en los setenta con otros edificios culturales del mismo jaez (y que motivaron la protesta del por una vez útil príncipe Carlos), Londres casi se había acostumbrado a esta estética postnostálgico-industrial.
Lo grave aquí es la concepción misma del museo. Si se confirma la tendencia, es posible que en efecto el museo muera, derruido por sus centinelas. Y no en un acto de destrucción-creación, como proponían los vanguardistas, sino en uno tan trivial como la disolución de un azucarillo en una taza de café tibio. Pues la revolución propuesta no es otra que la de una pomposa banalidad, grave enfermedad a la que el arte rara vez sobrevive.
También aquí se veía venir. ¿Acaso en el último año los comisarios del MOMA de Nueva York no se las arreglaron para marginar la Noche estrellada, de Van Gogh, o Las señoritas de Aviñón, de Picasso? Y ello para hacerle sitio a los últimos santones del arte políticamente correcto (Cindy Sherman, Louise Bourgeois…). Como con otros ejemplos del hermano mayor americano, no es de extrañar que la Tate Gallery, una de los dos pinacotecas de Londres, optase por dejar de ser uno de los museos más ordenados y claros de Europa y, en lúgubre augurio, le diese el poder al intérprete. Por cierto que este museo-madre se llama ahora Tate British y, en otra utópica pero rentable entelequia, pretende organizarse en torno a un supuesto arte nacional.
Derribada la reaccionaria superstición de que lo importante en un museo es la obra que se exhibe, superada la etapa arquitectónica, aunque aún la padeceremos por su rentabilidad en titulares, ahora lo importante es el intérprete; el que dice qué hay que ver y cómo: La visión del comisario. Ya lo era, claro está (los grandes museos sólo exhiben parte de sus fondos), pero ahora lo es de una forma no menos osada que la del arquitecto que se siente artista. «La gente tiene que comprender que la arquitectura es un arte y aguantarse«, le escuché una vez al premiado portugués Álvaro Siza.
De modo que en la Tate Modern los comisarios han tomado el poder y reorganizan el arte moderno y lo mezclan en función, no de criterios estéticos con vocación de claridad (la esencia misma del museo), sino de la confusa papilla posmoderna que, cuando ya comienza a retirarse en los centros de pensamiento dignos de ese nombre, se hace fuerte en la industria cultural, sobre todo la anglosajona. Y que una vez descontada la retórica oportunista, sólo útil como siempre a los brujos que la interpretan («repensando el paisaje» o «una nueva objetividad»), se queda en la banalidad de lo obvio y neutraliza la subversión artística.
Así las cosas, tres datos en apariencia dispersos se dirían parientes: uno, que en Londres las nuevas estaciones de metro aparezcan tapiadas para que la gente no se pueda suicidar; dos, que en la librería de la Tate Modern no haya ningún libro de John Berger, el más lúcido ensayista inglés en estética de este tiempo; y tres, que un mendigo hambriento de sinceridad me pidiera una libra «para alcohol y cannabis»