Ya me habían hablado de él, y hasta había leído cosas, todas estupefactas, admirativas y un poco legendarias, como ocurre con los grandes tifones cuando van llegando. No me esperaba que lo iba a ver por primera vez en mi casa, justo enfrente de mí, al otro lado de la mesa de las cenas de amigos, susurrándole cosas al oído de mi amigo Cuauhtémoc, que hablaba con su hijo en México y de vez en cuanto nos decía:
– México ha quedado en el tercer grupo.
Y luego, cuando la conversación había despegado de nuevo: «Los rivales de México serán Francia, Luxemburgo e Irak», lo cual decía con intrigante regocijo.
Y más tarde, cuando la mesa se había repuesto de ese nuevo anticlímax, una nueva revelación, dicha no sin algo de fatalismo mexicano: «No está claro que el Barsa vaya a liberar a Márquez para jugar todo el campeonato».
Y así, hasta conseguir que los otros siete adultos sentados a la mesa nos fuésemos callando, primero, y luego participando: «Pregúntale en qué grupo ha quedado España». «¿Y Alemania?», todos pendientes de lo que iba retransmitiendo un chavo, un chaval de doce años que veía la televisión en la casa de color zapote de Cuauhtémoc y Patricia en Coyoacán, en el D.F.
Yo no daba crédito, del mismo modo que no lo da el dramaturgo que escucha risas donde no están previstas, o como una gran cocinera a quien le preguntan si no hay pan para acompañar unos raviolis de calamar. Pues de ambos -cuidado teatro y alta cocina (o al menos arriesgada, para disimular el fraude)- se componen mis cenas de amigos. Y por supuesto que dije: «es la última vez», y aunque no taché a Cuauhtémoc de mi lista de amigos, sí lo puse a la cola en la lista de las cenas.
Pero al sábado siguiente tuve que asistir a una representación parecida, en casa de Mario y Nicole, a cargo de una señora que consideraba esencial invitar a su hijo a la conversación general. Sólo que su hijo hacía parte de un pequeño ejército de intelectuales-okupas en no sé qué edificio oficial, burocrático y repugnante, y se resistía. La señora nos imponía sus arduos diálogos con él con toda naturalidad, no ya como si no hubiese asistido a la escuela más elemental de modales, que eso no es tan raro, sino como si la humanidad no hubiese hecho otra cosa desde los romanos.
Y ahí, en ese salón en el que había coincidido con algún que otro protagonista de la Historia, tuve la revelación de que esa era una guerra. Una realidad que yo no iba a poder manejar tachando amigos de las cenas. O pidiéndoles que dejaran sus móviles, apagados, en el salón, una iniciativa que tuve que abandonar pronto pues algunos invitados se resistían con ansiedad parecida a la que ya se podía percibir en algunos cuando en otros salones les pedían que no fumasen o en los restaurantes se demoraban en traer el vino. En mis cenas comenzó a ser normal que alguien se excusara, lo que antes ocurría rara vez. Bajé entonces la guardia y tuve que aceptar que jóvenes mamás le dieran una vuelta a la canguro a la altura del segundo plato, y que los forofos buscaran en sus móviles una respuesta a la crucial, la urgente pregunta «¿qué ha hecho el Madrid?».
Me pregunto si no fue ahí donde se produjo la derrota que paladeo desde hace algún tiempo.
Porque, ocupados como estábamos, Eugenia y yo, en lo que se suelen ocupar las parejas tras las cenas, incluso si no han salido todo lo bien que se esperaba y la última botella de vino resultó infame, el bolso de Eugenia se iluminó como si llevase una luz dentro y sonó un apagado zumbido intermitente, suave, susurrante, yo diría que amistoso.
Recuerdo que me pregunté quién podría intentar colocar publicidad a esa hora -debían de ser las tres o cuatro de la mañana-, y decidí incorporar esa pequeña luz de luciérnaga gigante y su zumbido al fondo de música de Cesarea Evora y las luces tenues, más bajas aún con un chal de Eugenia sobre una pantalla.
Pero Eugenia no lo pensó así. Rompiendo la perfecta armonía con la que conseguíamos bailar acostados -tal vez no la principal pero sí una de las razones para persuadirnos de estar juntos-, dijo sin una vacilación:
– Puede ser importante… y se levantó y contestó ahí mismo, de pie, como una Venus alcanzada por una llamada urgente, en mitad de mi habitación. ¿Qué podía ser importante en la madrugada de un sábado de febrero, con brasas rojas aún en la chimenea y la nieve aplazando lo importante hasta el lunes como mínimo?
Unos años más tarde, y cuando madrugadas de verano y de otoño han sido interrumpidas por sucesivas reencarnaciones de Venus, no he conseguido resolverlo. Pues importante, importante, no lo es casi nunca. Lo que no le impide ser prioritario. Siempre. Estemos haciendo lo que estemos haciendo, el teléfono suena, ella contesta y a continuación se producen -también siempre- dulces susurros, apagadas pero alegres risas, perturbadoras miradas con los ojos entornados evocando otro mundo…
Nunca logro saber quién es o qué, y no me sirve que me digan «Pilar» o «Sonia» o «la oficina» (jamás un hombre, jamás), o… Ahora ya sé que es un todo uno, el tercero que va incorporado al dos, y para siempre, cuando me acerco a una mujer o a cualquier persona, como antes lo iba el olor a tabaco, la caspa, u opiniones definitivas sobre si los catalanes son de esta manera y los andaluces de esta otra (eso sigue y va a más, como una caspa antropológica, inmune al progreso). Ese tercero es alguien que odia las matemáticas, los pares al menos, y vive para romper cualquier diálogo. ¿El plasta que nunca comprende cuando dos personas quieren estar solas y arroja piedrecitas a las ventanas de los recién casados?
Pues ese. El que odia el dos y lo desdibuja.
Multiplicado por decenas, por cientos de millones.