Mon dernier rêve sera pour vous. Une biographie sentimentale de Chateaubriand. Jean D’Ormesson. Le livre de Poche.
Me cuesta mucho hablar de Chateaubriand porque me intimida la deuda impagable que tengo con él desde mis trece o catorce años. Un día, el profesor de literatura francesa leyó en voz alta una página de sus Memorias de Ultratumba -una de la media docena de obras maestras de la literatura mundial, según d’Ormesson, y yo le creo-, y sin previo aviso de ningún tipo consiguió que fuese entrando en estado de levitación y planease hasta unos veinte centímetros por encima de mis compañeros semi dormidos. Efectos de la gran literatura. Era la hora de la siesta, que por lo general aprovechábamos para dormir en clase de literatura francesa antes de las clases de verdad importantes, de álgebra o física, en tiempos en que todos estudiábamos de todo. Y cuando terminó -la página hablaba de cuando Chateaubriand era niño y escuchaba los pasos de su padre, en un castillo de Bretaña, mientras afuera batía la tormenta-, cuando terminó, yo dije no sé si en voz alta y con la mayor convicción que he tenido nunca: «Eso. Eso es lo que yo quiero hacer».
Y como algo relacionado con esa especie de juramento, no hace mucho visité el castillo de Combourg, en la frontera casi entre Bretaña y Normandía. Y de la tienda del castillo me traje una nada avara biografía sentimental de Chateaubriand, a cargo del polígrafo Jean d’Ormesson, que aparte de proporcionarme deliciosas horas de lectura con la correspondencia amorosa del escritor y sus refinadas amantes, cultas y elegantes escritoras, me ha hecho pensar una vez más en por qué ya no hay escritores así. Con así quiero decir grandes escritores -Chateaubriand pasa por ser uno de los más grandes, pese a ser monárquico legitimista y católico convencido, dos etiquetas que hoy no es fácil que favorezcan a un escritor, aunque también era un obseso de la libertad (sí, de esas contradicciones están hechas las grandes cabezas)-, que además de la literatura jugaron otras partidas, y a fondo.
El libro de d’Ormesson me ha descubierto que la actividad diplomática de Ch. no fue en absoluto una distracción y un ganapán, como suele ser entre los escritores, sino por el contrario una actividad que él se tomaba tan en serio como la literatura. Y que estaba tan orgulloso de la mejor de sus obras como de su aportación decisiva, en su calidad de ministro de Exteriores francés, en la expedición de los cien mil hijos de San Luis y la restauración de la Monarquía con Fernando VII para terminar con la primera República española y la constitución de Cádiz. Y además siendo muy consciente de que no era ni mucho menos el mejor de los reyes, ni tan siquiera mediocre. Era peor. Pero era un Borbón español.
Poco importan ahora las lealtades políticas y religiosas de Chateaubriand, salvo por el hecho de que a veces condicionaron su vida hasta arruinarle o ponerle en verdadero riesgo de perderla. Como cuando, en pleno Terror revolucionario, emigró a Londres y estuvo a punto de morir, literalmente, de hambre. Qué vida, o «qué novela», como habría dicho Napoleón, la que permite que años después regresara, en calidad de embajador, en una época en que los embajadores importaban y vivían como virreyes. Y para entrevistarse con una de sus primeras amantes, que años antes había contribuido a salvarle la vida.
Pero sus embajadas y destinos diplomáticos no fueron más que una cáscara de otra actividad mucho más interesante, que fue la de viajero, en una época en la que no puedo definir esos viajes sino como de verdad. Como el que hizo muy joven a Estados Unidos y de la que salió su memorable evocación de la vida salvaje, Atala, o un viaje que le tomó un año para ir a Jerusalén. Qué viaje: kilómetro a kilómetro y pueblo a pueblo, con una amplia y detallada vuelta por España solo para tener una cita galante en Granada con una de las bellezas de su tiempo.
Y ese es el otro gran capítulo de Chateaubriand, el de la enorme importancia que tuvieron y el espacio que ocuparon en su vida sus muchas amantes, a menudo simultáneas, desarrollando en él una capacidad de mentira inversamente proporcional a la firmeza de sus convicciones políticas y religiosas y la determinación de su obra literaria. Personaje enigmático y secreto, no creo que ni el más atrevido comando de psicoanalistas pueda establecer hoy, a través de su correspondencia y la abrumadora bibliografía sobre él, el carácter del donjuanismo de Chateaubriand (aunque él no bajaba a las cabañas, por lo general se mantenía en los palacios), y además ¿importa mucho? Cualquier estudioso del Romanticismo sabe que en su base misma se encuentra la búsqueda de una mujer… inalcanzable. Sin la menor esperanza de averiguarlo un día, me intriga la idea de si esa búsqueda de lo inalcanzable no tiene algo que ver con el arte, que o es búsqueda o no es. Y también de lo inalcanzable.
Es persuasiva la idea de D’Ormesson según la cual las mujeres de Ch., incluida Celeste, su esposa desgraciada, se resumían en una sola, Juliette Récamier, que fue la mujer que de verdad le importó hasta el final. De joven había sometido los salones con su belleza legendaria pero también su ingenio e inteligencia, y ya anciana y ciega le acompañó en el día de su muerte. A ella se la llevó el cólera meses más tarde.
Madame de Récamier, una de esas mujeres que gobernaron en la sombra sobre la política y la literatura, en su caso desde un pequeño salón inserto en un convento. Y que también dejó detrás un campamento de hombres destrozados.