MIRADA SORELA

Mesa de cuatro

Apartado: Cuentos

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«… la pareja guardaba esa hipnotizante inmovilidad..»

Era una pareja de unos treinta y pico años, la edad que por alguna razón constituye más de la mitad de la clientela de restaurantes en España, y además respondían a lo que ordena 2016: él barba sucia de unos pocos días y una gorra que no se quitó para comer, uno de los muchos modales que por lo visto han caducado, y ella rubia discreta, más bien delgada y el móvil en la mano. Los tenía enmarcando, por así decir, a la amiga con la que yo estaba comiendo en un restaurante thai, por lo que no me quedaba más remedio que mirarlos, quisiera o no.

Y poco a poco fui quedando atrapado, o más bien hipnotizado por ellos, y eso pese a que con mi amiga nos enzarzábamos en una potente discusión tras otra, sobre temas que correrían el riesgo de distraernos. Como la imagen de la pareja, que hacía todo lo posible por distraerme a mí.

¿Y por qué, si no se movían? Pues justo por eso. La pareja guardaba esa también hipnotizante inmovilidad de algunos matrimonios mayores, que en los restaurantes mira el uno hacia el este y el otro hacia el oeste, y en el curso de toda una cena lo único que se intercambian es «¿quieres café?». Uno se pregunta qué ha podido ocurrir para que ya no tengan nada que decirse y, sobre todo, cómo será la vida en su casa. ¿Se dirán algo alguna vez? Y en ese caso, ¿qué?

Pero esta no era exactamente esa escena, que a fin de cuentas es un clásico. Primero, porque la pareja en cuestión tenía la edad en que la gente en España se casa o se van a vivir juntos, o sea que se adelantaba como veinte años al clásico, y segundo porque sí había una pequeña variante: el móvil. Durante todo el primer plato la mujer estuvo comiendo con su móvil, tecleando, acariciándole y haciéndole cosas, y durante todo el segundo tomó el relevo su compañero, y en ambas ocasiones mientras el otro miraba hacia los pies de la mesa vecina. No estaban peleados, como a veces ocurre, pues de vez en cuando se preguntaban qué tal estaba lo que habían pedido, e incluso se acercaban amorosamente un tenedor para que el otro probara. Todo ello resultaba más notable por cuanto la comida de ese restaurante era, en efecto, un poema, como corresponde a la cocina thai, que sólo con la intriga los condimentos y la maestría en su uso da para una conversación de horas.

Llegado el momento pagaron y se marcharon, y ahí pude ver que la mujer estaba embarazada, y eso me tranquilizó un poco: dentro de unos meses la extraordinaria aventura de la paternidad les mantendría ocupados, y quién sabe, alternándose con los móviles tal vez podrían seguir sin hablarse hasta la edad en que el silencio es ya el espacio natural y no llama la atención de nadie.