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Literatura y territorio

Apartado: Conferencias

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INSTITUTO CERVANTES ALBUQUERQUE, NUEVO MÉXICO, JUNIO DE 2006

No hace mucho me encontraba en San Salvador y el representante de mi editorial en ese país me preguntó si les podía hablar a los vendedores de la editorial.

–       Con mucho gusto, dije, pero ¿de qué?, pregunté son sin cierta preocupación.

–       De vender libros.

–       Pero si yo no sé nada de vender libros, dije, sin ninguna coquetería y sí un pánico declarado. Yo soy un novelista, y además un novelista para públicos escasos. Un novelista de murmullos.

–       Precisamente, me dijo, y me explicó que hasta el momento se trataba de un grupo de vendedores especializados en la venta de libros técnicos, libros de matemáticas, de historia y de gramática para los colegios, pero justo en esos días se estaban reciclando como vendedores de novelas. Y querían saber cómo se hace. O sea que de inmediato me encontré sentado ante una gran mesa de juntas con un grupo heterogéneo de personas que, cada uno armado de un café y de un pastel, me miraba con esa reconocible y universal mezcla de cortesía y sorna, de atención y escepticismo. Algo que se ve a menudo en Latinoamérica.

–       Vender novelas no es otra cosa que vender sueños, aventuré entonces, y por el cambio que se produjo en sus miradas, sutil pero apreciable, supe que quizá no estuviese tan descaminado.

He de advertir de que no se trataba de un grupo de comerciales cualquiera. Eran vendedores de libros en San Salvador no hace tanto, o sea después de una larga guerra civil, y entre ellos se encontraba un antiguo jefe guerrillero, una antigua profesora de matemáticas que no ganaba lo suficiente enseñando… en fin, un grupo heterogéneo de gente como corresponde a los periodos de cambio en todo tiempo y lugar.

Pero que, precisamente por ello –advertí pronto- se encontraba en particular abierto a lo que le quisieran decir. Como en toda circunstancia nueva –y qué más nuevo que una posguerra, si bien se mira-, y como ocurre con los países peuqeños que se creen en una esquina del mundo. estaban dispuestos a escuchar cualquier tipo de sugerencia seria sobre cómo organizar el futuro, y sobre todo el futuro de la cultura, que eso y no otra cosa es lo que está implícito en el comercio de los libros.

Y ahí entramos en lo segundo importante. Puede que los libros sean sueños –y no hace falta explicarlo mucho-, pero precisamente por eso pueden ser un negocio: ¿Se dan cuenta? El negocio de los sueños. Tampoco hay que ser un genio para comprender que ahí hay un potencial de negocio como quizá no existe otro.

Pues si nos fijamos en los negocios que no fallan nunca –la comida, la salud, la vivienda, la educación, por ejemplo- veremos que todos reúnen algo en común, y es que todos son necesarios para el ser humano. E igual que no podemos prescindir de comer, o educarnos, tampoco podemos dejar de soñar. Bien mirado, podemos dejar de soñar menos aún que de comer. Ya lo dijo Shakespeare, ¿no? “Estamos hechos de la materia de los sueños”.

Bien: la literatura trata del ser humano, y el ser humano está hecho de sueños. Ahora bien: soñar ¿en qué?

En pleno Romanticismo Stendhal dijo famosamente que la novela es un espejo al borde del camino, y lo cierto es que, en nuestros tiempos, se suele insistir en lo de espejo y se margina, se olvida incluso lo de camino. Desde mi punto de vista ello ocurre porque también aquí se impone una de las mayores ideologías y sin duda la mayor industria, es decir negocio, creada por el hombre, que es el nacionalismo

Cuando digo nacionalismo no me refiero tan sólo al asunto de las fronteras, los ejércitos, los servicios diplomáticos y las selecciones olímpicas y de fútbol. Como se ha dicho muchas veces-y perdón por el tópico- es como la guerra por otros medios. Me refiero también a lo que podríamos llamar “las nuevas patrias” pues, una vez iniciado un proceso de cierta disolución de las primeras –cierta disolución pues tardará décadas si no siglos, y la prueba es la Europa, la España contemporánea-: una vez iniciado ese proceso, el lugar lo han ido ocupando lo que podríamos llamar nuevas patrias: la de las mujeres, la de los homosexuales, la de los jóvenes, la de las razas –negros, gitanos-, las religiones… todas esas etiquetas que ahora arman y distribuyen la literatura no sólo en las librerías, sino también en los periódicos y, sobre todo, y eso sí que es grave, en los colegios y universidades. Un enorme y nada complejo sistema de etiquetas para desarmar la literatura y meterla en cajoncitos, y que no enriquece tanto la cultura, incluso la empobrece, al doblarla para meterla en paquetitos, pero da de comer a infinidad de etiquetadores. Los profesores y críticos, incluso algunos escritores avispados viven de ese nuevo patriotismo como los soldados viven del viejo.

Parecería, y yo así lo creo, que somos incapaces de vivir solos. Vivir, sentir, pensar solos. Como individuos. Es lo que, siguiendo la metáfora de Stendhal, llamo literatura “de espejo”: la que nos refleja como grupo. Aquella en la que ciertos grupos buscan “identificarse”, un poco de acuerdo con las misiones patrióticas que el Romanticismo Histórico adjudicó a la literatura.

El problema es que yo no creo que esa sea la misión de la literatura. La literatura ”de espejo” puede y suele tener una utilidad política o sociológica, es decir industrial. Es decir puede ser uno de los grandes negocios, una de las grandes industrias de la Cultura, como ya sin rubor se las llama, pero no tiene que ver con la literatura. Lo que sucede es que, de la proposición de Stendhal –la novela es un espejo al borde del camino-, se suele citar la primera parte pero se nos olvida la segunda: en el camino. Y a mi juicio es la que importa.

Es una lección que aprendí sobre mi propia espalda: obsesionado por la gestación de las historias, más que en su desarrollo y desde luego su final, quise contar en una novela, el más completo de los libros, cómo se crea una guerra, y para ello elegí la costa española y su destrucción por el urbanismo. La novela se llamaba Fin del viento y fue un fracaso por una sencilla razón: no se pueden construir historias inmóviles, estáticas, pues toda escritura es, por definición móvil. O si se quiere, toda literatura es viaje. Por lo general, el viaje de los personajes, que evolucionan, a través de la trama, para descubrir nuevos territorios. Toda escritura, toda literatura, es pues exploración, a ser posible con el menor número de agarraderos posible, aunque sí conservando algunos pues en la exploración no sólo vemos sino que reconocemos. La comunicación, ya lo dijo Bergson, es pues un equilibrio entre lo nuevo y lo conocido. Y en la novela, un equilibrio a ser posible armónico.

A mi modo de ver, la novela es sobre todo viaje, lo que nos lleva de un punto a otro, hasta el punto de confundirse, al menos en mi vida, con el viaje: no conozco nada más parecido que escribir y viajar. Y así como comenzó esta charla con una anécdota de viaje, la terminaré con otra. Estando una vez en Budapest, hará unos diez años, me cansé de tomar las habituales notas de viaje, con la narración más o menos objetiva de lo que me había ocurrido y su correspondiente reflexión, y decidí, un día, construir una historia imaginaria, pero a partir del escenario que había ocurrido ese día. He decir que el escenario de Budapest hará una década era particularmente sugerente, al estar Hungría en transición desde el comunismo y la ciudad se encontraba, por así decir, en construcción.

Bien, el primer resultado fue un fracaso, pero un fracaso que me interesó mucho. Con el segundo, el cuento Ladrón de árboles, que incorporaba incluso dibujos, comencé a desarrollar una línea de escritura que construye en buena parte mis libros, y que es la relación de escritura y movimiento, literatura y viaje. El último resultado es “Ya verás”: la primera vez que se propone, al menos que yo sepa, la escritura como único escenario en un escenario siempre cambiante.

No es de extrañar que esta novela se desarrolle siempre en el cielo: en el cielo no hay fronteras, y si las hay no es cielo. Igual que la literatura: si las hay, no es literatura.