W.H. HUDSON: ALLÁ LEJOS Y TIEMPO ATRÁS. EL ACANTILADO
El prodigio de este libro consiste en la exhibición de una convincente memoria de anciano que nos persuade de haber conservado una frescura de niño, lo que refuerza la paradoja del bello título: ni allá lejos (en Argentina), ni tiempo atrás (a mediados del XIX). Por su viveza y frescura, este libro escrito en 1917 consigue estar aquí y ahora. Si una infancia salvaje, o agreste, si se prefiere, que con algunos paréntesis podría ilustrar el Emilio, de Rousseau, produce una memoria tan extraordinaria en la vejez, habrá que ir pensando en lanzar a los niños en paracaídas sobre la Pampa argentina.
El propio Hudson apunta al comienzo alguno de los hechos extraordinarios de su libro: el que, con motivo de una tardía enfermedad, ciertos recuerdos lejanos llamasen a su puerta con insistencia. Pero no recuerdos cualesquiera, como va descubriendo un lector reconvertido una vez más en explorador, sino los recuerdos de la primerísima infancia, la de las primeras palabras, colores, aromas, animales y paisajes de quien será un naturalista de primer orden, y que poco a poco se alargan hasta la adolescencia y se van extendiendo hasta desarrollar un libro que son cuatro, como mínimo, y acompáñense todos del calificativo excepcional: Unas memorias de infancia y primera juventud. Un libro sobre pájaros y árboles y animales y tormentas. Una crónica de finales del XIX “cuando en cualquier casa de las anchas pampas uno podía encontrar gente cuyas vidas y personalidades parecerían muy raras y casi increíbles en un país civilizado” (p. 152), con una excursión de un capítulo a un Buenos Aires medio salvaje que ya merece la lectura del libro. Y la novela de no ficción (porque es más real que lo acostumbrado) de una iniciación intelectual al margen de escuelas y casi de maestros, poco menos que autodidacta.
O si se prefiere, los primeros recuerdos de un exótico traterrado, hijo de colonos ingleses nacido y criado en la Pampa de Martín Fierro en una estancia que se llamaba Los 25 ombús (siendo el tronco del ombú del tamaño de una habitación). Que además llegó a ser un famoso ornitólogo y a dominar la prosa inglesa de la mejor escuela –sencillez, sobriedad casi protestante, ritmo y precisión-, como se percibe hasta en la (excelente) traducción publicada por El Acantilado. Y que tras la publicación de Mansiones verdes por Destino en 1991, otro feliz clásico del mestizaje entre escritura y naturaleza, viene a dar en castellano dos de los principales libros de un autor cuya escritura alada entusiasmó e intrigó a Conrad, Virginia Wool, que lo elogió en Common Reader, Ford Madox Ford o Borges, que consideraba The purple land(1885) un clásico americano como podría serlo Huckleberry Finn. Ejemplo mismo del escritor entre dos culturas, aunque siempre escribió en inglés y vivió en las islas la segunda parte de su vida, el argentino Martínez Estrada (también criado en el campo) dijo de él: “Nuestras cosas no han tenido poeta, pintor ni intérprete semejante a Hudson, ni lo tendrán nunca” (El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson).
Es quizá esa suerte de inocencia la que lleva el libro, y le permite cambiar de traje en marcha cuando quiere. No sólo una evidente solvencia naturalista, que en cuanto se refiere al aire casi recuerda los Pájaros de Saint John Perse (Pre-Textos), sino un notable sentido de la narración que se centra en lo que importa con lo que yo llamaría coraje narrativo y además lo hace con eficacia. Así ilustra Hudson las vacilaciones que le produjo el que ya a los seis años le hablaran de Dios: “No hace mucho, leí la anécdota de una niña pequeña a la que su madre, después de meterla en la cama, le dijo que no tuviese miedo de la oscuridad porque Dios estaría allí para cuidar de ella mientras dormía. Después la madre se fue a la otra habitación llevándose la vela y, al poco tiempo, apareció la niña en camisón y le dijo: “Mamá, yo me quedaré aquí con la luz y tú si quieres puedes ir a mi cuarto y sentarte allí con Dios” (p. 43).
No es sólo una cuestión de estilo. Toda la concepción del libro tiene que ver con una generosidad del autor y su respeto al lector. Así, en una narración que cuenta mucho –baste ver las prolijas subdivisiones de los títulos de capítulo y comprender hasta qué punto hay un esfuerzo de condensación sin que se note-, no se dice nada que no encaje en la armonía del mundo que se pretende evocar. Así, un traslado de casa dentro de la Pampa, o el retrato de los adultos que no contribuyen a conformar el paisaje, apenas merece una o dos subordinadas, poco más, y subordinadas además al impulso último de recrear la historia de ese niño en ese mundo, o al revés. O como él la nombra, “la imagen de una belleza que ha desaparecido de la faz de la tierra” (p. 262). ¿No es esa –el testimonio de un mundo realmente ido- la mayor utopía de un memorialista?
La sobriedad de una escritura por otra parte nada tacaña cuando el relato importa (la naturaleza), no le impide ilustrar detalles como la dictadura de Rosas, un Nerón suramericano con suficiente humor como para ascender a su bufón al rango de general, o recordar lo que erala educación en casa de la mano de pintorescos tutores. Pero tema central o detalle, lo que impregna cada una de las páginas de este libro es algo que quizá hemos olvidado y que en su día fue esencial para la narración, incluida la imaginaria. Y es la experiencia. En este caso nacida ante todo de la curiosidad, la condición misma y excluyente de la juventud, según creían los griegos, e incluso de su peculiar concepción de la eternidad. Todo este libro ha sido vivido. Y recordado con la honradez afilada a lo largo de una vida observando la naturaleza, que no tiene trampa. El resultado es la verdad que respir