Jorge San Epifanio había terminado de escribir la última frase destinada a la faja de uno de los libros de la editorial, y se disponía a apagar el ordenador para ir a ver los últimos dos capítulos de su serie preferida, cuando la frase –la mejor novela de iniciación de la última década- comenzó a titilar, luego soltó un pequeño chisporroteo, como si no estuviese bien engrasada, y finalmente se desprendió de la pantalla. Primero una esquina que la dejó colgando al modo de un borracho aún cogido por una mano al repecho de un balcón, y luego las dos. E igual que ropa sucia arrojada a la lavadora, la frase fue a caer en «lunes», en la agenda que se encontraba debajo de la pantalla. San Epifanio la cogió, la examinó, le dio la vuelta, sopló un poco para quitarle el polvo y, visto que la frase no revivía y tampoco era tanto trabajo, la tiró al cesto de los papeles y se dispuso a escribirla de nuevo. Y estaba a punto de escribir «la mejor…» cuando la frase que había escrito antes, destinada a otra de las novedades -el contundente «un hallazgo»-, dejó asomar una especie de ampolla sobre la o final y, tras el mismo chisporroteo, fue a parar en la frontera entre el martes y el miércoles en la agenda.
Para darse cuenta de la gravedad de la crisis es necesario decir que era la primera. San Epifanio no sabía lo que estaba pasando. Poeta con cierto talento resultón en la universidad, había escrito un par de novelas prometedoras poco después (eso dijeron los escritores de fajas de la época: «una espléndida promesa», «una de las más prometedoras promesas en estos tiempos de sequía»), y en contraprestación a que su editorial lo becara con un modesto sueldo para que pudiera cumplir esas esperanzas, se comprometió a escribir las fajas de las novedades para hacerlas más atractivas a los lectores: cuatro o cinco al mes, y con tiempo por delante. Nada. Como hubiese dicho uno de sus personajes sobrados y simpáticos, «pan comido».
Pero tratándose de alta literatura es arriesgado comprometerse. Hay que andarse con cuidado. Porque lo que no sabía San Epifanio es que, para los poetas como él, el número de versos es limitado y los adjetivos también. ¿Cuántas frases atractivas que inciten a la compra (a la lectura ya es otra cosa) puede escribir un escritor de fajas de libros, por mucho talento que tenga? Pues según una tesis doctoral presentada en la Facultad de Publicidad, no más de 200. En caso de verdadero talento, 250. Era una tesis doctoral clandestina, como todas las tesis, pero solo era cuestión de tiempo de que llegara a muchos editores del país y, si no se habían dado cuenta por sus propios medios, el que procedieran a los despidos correspondientes en el sector, como indefectiblemente los llamaría la prensa. Y pese a que San Epifanio ya se acercaba a las 500 frases, se habría ofendido mucho de haber sugerido alguien que pertenecía a sector alguno. Él era un poeta. Un artista. Aún así, lo cierto en cualquier caso es que medio millar de fajas de libros desafía los talentos de cualquier poeta, por Petrarca que sea.
No hizo falta que la tesis trascendiera. Por propia inercia, las frases vencedoras de San Epifanio dejaban aflorar sus tumores y artrosis -su fatiga de los materiales, por así decir- y, simplemente, ni siquiera resistían en la página. San Epifanio escribía brillante, conmovedor, memorable, pero su entusiasmo no bastaba y no pasaban diez segundos antes de que las palabras se desprendieran de la pantalla del ordenador y cayeran chisporroteando sobre el escritorio como guerreros fritos en aceite hirviendo durante el asalto a una fortaleza.
Asustado aunque no rendido, San Epifanio volvió a leer poesía con afán y pronto se dio cuenta de que los poetas se movían, o entre el verso hecho y el topicazo, o entre metáforas que no se podían escribir en fajas de libros porque las consecuencias habrían sido todavía más fulminantes. ¿Como poner en una faja Para que tú me oigas mis palabras se adelgazan como las huellas de las gaviotas en las playas? No se puede. El editor saldría de su despacho furioso y con el cabello en desorden y arrojaría al culpable por la ventana. La gran poesía no está para ser moneda de cambio en las editoriales.
Acudió entonces a la Real Academia, como hace todo el mundo que pretende revestirse de autoridad, pero solo para descubrir que allí también se habían infiltrado los bárbaros y se dedicaban a consagrar palabras que no eran de consagrar. Resultado: no era posible abrir mucho tiempo el Diccionario sin que la habitación se perfumase con un olor sospechoso y los dedos que habían dado vuelta a las páginas cogieran un aspecto escrofuloso y maluco.
De modo que ahí está San Epifanio, con el ordenador encendido y al acecho, contemplando cadáveres de fajas, sin saber qué hacer.