Será sobre la medianoche cuando Andrés de Ávila, crítico de Mensajero, sale de la representación de San Francisco de Asís, en la Arena de Madrid, mira la noche con afán, y jura.
Un juramento está compuesto de muchos mimbres pero, en lo esencial, el juramento de Andrés es contra sí mismo. Tiene 55 años y todavía no sabe que no hay que fiarse de la gente de prensa. Nunca. Bajo ningún concepto: Le dijeron que en Arena habría teléfonos a su disposición y, por supuesto, ahí no hay ni postes de teléfono. Y podría tener un móvil pero no lo tiene: él es un hombre libre. Un hombre libre y tonto: le dijeron que habría teléfonos y él aún se fía de los periodistas.
Y él no es periodista… aunque esa noche, bien a su pesar, se comporte como tal. Una vez más le asalta la duda: un crítico… ¿es un periodista?
Sanabria cree que sí. Sanabria es un joven redactor jefe convencido de que la sección de Cultura es periodismo como el que más, y está dispuesto a demostrarlo. Así espera que le devuelvan a Política, de donde salió exiliado por exigencias de un ministro. La historia es larga (aunque deducible) y no cabe aquí.
– Cultura o la calle, le dijo el director. Y matizó: «O la tele».
– ¿Comentar la tele?, preguntó ilusionado Sanabria. Todo el mundo odia la tele pero en el fondo aspira al trabajo de comentarla en zapatillas. Eso le garantizaría una audiencia de mareo para un cualquier periodista, la gente lee periódicos en los horarios bajos de la tele.
-No, le cortó el director: la cartelera. Ajustar la programación.
O sea, un clásico de la defenestración periodística, y esa es la razón de que Andrés de Ávila, llevado por las urgencias periodísticas de Sanabria, esté buscando un teléfono, a la salida de Arena, por la Casa de Campo. Y no sólo no hay teléfonos. Es que, a medida que se aleja, hay menos gente.
Gente exhausta, además, por las seis horas de representación de la ópera de Messiaen que el nuevo rector del Teatro Real, un sujeto dispuesto a que se hable de él a cualquier precio -aunque a ser posible que sea caro-, se ha empeñado en montar en la Arena: un lugar pensado para partidos de baloncesto, tenis, peleas de gallos o pases de modelos, incluso modelos anoréxicas. Pero no para una ópera íntima y extrema en la que Messiaen, católico, músico y ornitólogo, y no forzosamente por ese orden, quiso mostrar los movimientos en el alma de San Francisco de Asís.
«El alma de los santos no debiera ser confiada a empresarios de conciertos de rock «, piensa dictar Andrés de Ávila (cuando encuentre un teléfono). «Una cancha de baloncesto no es el lugar adecuado para San Francisco, para Messiaen y sus composiciones a partir de trinos de pájaros, ni siquiera para servir al último director del Teatro Real en su afán de impresionar. ¿Para eso nos gastamos 40.000 millones de pesetas (250 millones de euros) en hacer del Teatro Real el teatro de ópera más grande del mundo? (con la ópera de Sidney). No hace veinte años de eso. ¿Para sacar la ópera a un lugar en el campo donde no hay teléfonos? Hacerse el interesante se llamaba a eso cuando yo era niño. Showing off, dicen los ingleses. Épater la bourgeoisie, decían los dramaturgos clásicos. Pero ellos al menos, eran dramaturgos. Ahora se trata más de un gesto de especulador en bolsa intentando llamar la atención».
Andrés de Ávila está furioso, como se ve, y no sólo porque haga calor, no haya teléfonos, le duela una pierna por los muy incómodos asientos, pensados para gente que está de pie, dando botes por el rock, y sobre todo porque le obliguen a hablar de Messiaen como si se tratara de un crimen, un terremoto o la fuga de un almirante de la Armada en una patera. Está furioso porque el tiempo se le echa encima y él ya ha visto a sus competidores tomando notas afanosamente: Álvaro del Amo, de El Mundo -y él sí que sabe, aunque sólo sea porque es novelista, dramaturgo y cineasta, o sea un experto en ópera- en uno de los descansos cuando debería estar tomando una copita de champán en el comedor de «Protocolo» para los enchufados: hasta en eso la horterada y el novoriquismo se han desbordado sin control. O el dramaturgo Alfonso Armada, editor de Frontera D, exhausto en un banco, después, seguro, de dictar la crónica de la ópera de un amante de los pájaros. Reconvertida por los de «marketing» en gran pretexto para que los periodistas de Cultura se relaman con las palabras grandilocuentes tan propias de esas páginas: «Histórico», «Acontecimiento», «Era» (como «Era Geológica» pero aplicado a un manager), etcétera.
Y como todo aquel a quien le acosa el tiempo, A de A está furioso porque este se le echa encima. Ya es casi la una y él, como Cenicienta, le han dicho -la imaginación de muchos periodistas es previsible como un telediario- no debe transmitir más tarde de la una y media.
– Bajo ningún concepto, le ha dicho Sanabria.
– Y qué pasa si me paso.
– Pues que plantaremos una plancha de publicidad y el director se suele poner de muy mal humor por publicar publicidad que no paga. Además ya sabes que es muy aficionado.
Cierto. El director de Mensajero, al igual que los de casi todos los demás periódicos. Va con el sueldo, el rango, el prestigio, la aureola. A partir de cierto nivel ya no es posible ser aficionado al fútbol, a las gambas y ni siquiera al cine con subtítulos, y hay que ir a la ópera. Qué es lo que hace que los banqueros, los grandes notarios del Reino y los directores de periódico se traguen El anillo de los nibelungos con cara de ensimismada felicidad, siendo así que muchos no sabrían ni reconocer Para Elisa en el piano y también baten palmas en el concierto de Año Nuevo que transmiten desde Viena, es algo que aún no ha sido explicado de forma satisfactoria, pese a que dura ya un par de siglos.
Por si acaso, A de A, crítico cenicienta, no quiere averiguar qué es lo que pasa si no llega a tiempo.
– Oiga, le dice a una mujer que anda por ahí y que no parece tener prisa por huir de nada. ¿Me podría prestar su teléfono? Es para dictar una crónica.
– ¿Una qué?
– Una crónica, una crítica de ópera. Es que… y más o menos A de A se lo explica. Y cosas que suceden -quizá es julio, quizá el calor, tal vez una inversión-, la mujer va y se lo presta. Es una mujer bastante distinta de las ya un poco calcinadas por el sol y perfumadas que, con vestidos de boda veraniega, han escuchado impávidas las seis horas de ópera mística que suponen como una suerte de consagración social. Como veranear en barco. Nada que ver con la Casta Diva.
Señor, Señor,
Música y poesía
Me han conducido hasta ti…
Escucha la música de lo invisible, canta San Francisco
La mujer del móvil tiene una falda que parece un cinturón, unos zapatos que si se cae de ellos se mata y un sujetador más grande que su top, pero en el fondo no es tan distinta. Como las señoras de la función, su interés cultural es genuino. Siempre quiso saber qué era eso de la ópera, a qué sonaba, y qué diablos, de todas las cosas raras que le han pedido, esta es la más rara. Y sólo tiene que prestar su teléfono. Es aerodinámico, fucsia y rosa, y de fondo de pantalla tiene el retrato de un niño, del que no habla nunca. Pero funciona.
O sea que la mujer escucha. Escucha a Andrés de Ávila dictando la crónica, y a su través algo pilla. De lo que es la ópera y del alma de San Francisco, y de Messiaen cuando viajaba al otro extremo del mundo para escuchar melodías de pájaros desconocidas hasta por los santos.