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Escribir hispanoamérica

Apartado: Conferencias

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INSTITUTO CERVANTES DE PALERMO, 2007

El primer pedazo de América que pude ver con mis propios ojos fue la luna, la luna de junio, que es viajera y más amarilla. Colgaba sobre el puerto de Barcelona y yo la estuve mirando con gran intensidad, creo que por primera vez en mi vida, en la conciencia de que, aunque aéreo y como indiferente, era el último pedazo de Europa que vería en quién sabe cuanto tiempo, y que la próxima vez que la viera llena, rebosante y amarilla de puras ganas de decir algo, sería en América. Ya sería una luna americana.

Pero no fue así. Cuando dos semanas después el Americo Vespucio, el barco italiano en el que emigrábamos se acercó a Cartagena de Indias a través del archipiélago de las Islas del Rosario, el espectáculo hizo que se agotaran, no ya los carretes de fotografía, sino las cámaras en la muy cara tienda del barco de la que hasta el momento los pasajeros habían procurado mantenerse alejados. Y puede que el espectáculo con que se hizo anunciar, lleno de morados y de nubes, fuese fantástico. Pero la luna que sucedió a ese atardecer estruendoso no era la misma.

Y no porque ya no estuviese llena o vacía, o que se le hubiese aclarado el amarillo como en un programa de lavadora equivocado: es que claramente algo le habían hecho durante la travesía del Atlántico, algo que sólo aparecía, que sólo se descubría ya en destino, en América. Si es que América era en realidad mi destino. Ese cambio de la luna me hizo dudarlo.

¿Por qué digo que la luna de Barcelona era ya una luna americana? Pues porque estaba cargada de la inminencia del viaje, de la alarma por la conciencia del abandono y del cambio: cuando el viajero sabe que deja algo importante detrás, no sabe cuándo regresará pero su alma ya se ha adelantado al punto de arribo y espera el cuerpo, que llegará más tarde. Y nada como la luna para representar ese viaje. La luna lleva consigo el rastro de su viaje permanente, en su resplandor se ve lo que ha recorrido ya y de algún modo se intuye lo que le falta por recorrer.

Mi infancia viajera por Italia y España no me había preparado para que en el primer atardecer en América, en los jardines del hotel Caribe, una joven italiana se desnudara de golpe delante de mí. Tampoco me había preparado mi infancia francesa, si es que los idiomas y los libros de la escuela cuentan como viaje -y yo creo que cuentan-, como viaje y como patria. La joven italiana se desnudó, además, dando un grito casi más impresionante que su desnudo. Mi hermano y yo paseábamos con ella y otra amiga suya, pasajeras en el mismo barco que nosotros, cuando la chica dio un grito, se desvistió, quedó en ropa interior, y de su vestido arrugado en el suelo escapó una iguana pequeñita que se había caído de un árbol.

Esa infancia tranquila de Barcelona -demasiado tranquila tal vez, vista desde ahora, pero entonces no lo sabíamos-, no me había preparado tampoco para, en la escala de La Guaira, el puerto de Caracas, ver a soldados armados vigilándonos con la excusa de escoltarnos mientras bajábamos por la pasarela del barco, ni un letrero del tamaño de un edificio con la leyenda “TENEMOS AMBRE”. Tampoco para las deshilachadas muchedumbres de hombres solos, vestidos de oscuro o con sombreros de fieltro y ruanas marrón[1], que tomaban tinto y cerveza en los cafetines del centro de Bogotá y hacían de centinelas del mundo exterior con los ojos de una vieja cólera fría, esperando quizá la señal para ir a degollar ricos. O así me lo parecían. Esas miradas eran sencillamente inimaginables en la Europa del sur del medio siglo, pues anunciaban una guerra, un ajuste de cuentas allí tan reciente que aún se veían las ruinas y algunas heridas medio abiertas. No había tenido tiempo de cicatrizar aún.

Cualquier descubridor de América puede hacer extensos relatos sobre cordilleras que amenazan con aplastar ciudades, serpientes patrullando jardines, tal riqueza de flores que algunas ni siquiera tienen nombre, fincas lo bastante extensas como para desbocar sin riesgo los caballos -se cansarán antes de llegar a la primera cerca-, y epidemias de pájaros que oscurecen el cielo y se comen las cosechas como si se hubiesen extraviado en el tiempo y se creyesen una plaga en Egipto.

Uno puede empezar la novela de los políticos corruptos y los ricos cuyo feroz egoísmo no se explica por la falta de corazón, sino de ojos, en la confianza de que es una novela que no se termina nunca. Igual que la de los periódicos metafísicos, destinados a mostrar, no el paso del tiempo, sino lo contrario: a demostrar que el tiempo no pasa, se repite, siempre va al mismo sitio y lo viven los mismos protagonistas o al menos sus hijos, que son idénticos a sus padres.

Cualquier redescubridor de América puede extenderse –siempre que tenga ojos ojos y no sufra de nacionalismo u otras afecciones de la inteligencia- sobre una literatura viva y nueva –no se crea: no es tan fácil-, una arquitectura que en Europa ya fue asesinada por los traficantes de ladrillos y una pintura cuyo principal enigma es por qué no se habla más de ella. Y no me refiero a la media docena de pintores –pintores de simpáticos gordos, de cóndores, de pobres hambrientos pero cuya delgadez pega con salones elegantes- que van rellenando un logo, una especie de franquicia internacional o de marca publicitaria, reconocible como un tipo de hamburguesa. Me refiero en cambio a los muchos pintores desconocidos pero magníficos -quizá magníficos porque son desconocidos y aún no les pagan por repetirse-, que reescriben una y otra vez, con gran libertad, sobre todo, la vieja y conflictiva historia del gusto, o la belleza, si se quiere, y el arte contemporáneo.

Lo más probable es que ese descubridor de América se explaye, sin darse cuenta de que está redescubriendo el Mediterráneo, en el peligro a veces mortal de una discusión de tráfico, la crueldad de los asesinos, el fenómeno de masas de los culebrones y la belleza de las mujeres. Y ese fue mi caso. No sólo la belleza sino una suerte de peligrosa suavidad que sólo hacen allí.

Lo que quiero decir cuando digo que “ese fue mi caso” es que los asombros del viajero que descubre América son casi siempre asombros de adulto, desde el tamaño de las montañas al cinismo de los políticos, tan exagerado que parece de Carnaval, o el carácter metafísico de los periódicos. Las cosas que marcan a un chico son otras. Y una de ellas, sin duda, es el de las mujeres. Al menos si llega a los doce años, como fue mi caso, y de la noche a la mañana el mundo pasa de ser un lugar para la aventura a un lugar ocupado, no en la mitad, sino en su casi totalidad por las chicas. Que en Colombia se llamaban “las viejas” (pronúnciese vieha) y a los doce años, cuando yo llegué, eran ya mucho mayores que en España.

O sea que, si prescindimos de las miradas patibularias que acogieron mi llegada, lo que recuerdo de mi tiempo colombiano, o del comienzo de mi tiempo colombiano, son, no las mujeres, sino las chicas, jovencitas recién salidas, como yo, de la infancia. Pero palabras como chicas, infancia,no debieran engañarnos. Cualquiera con memoria sabe que, en el hombre, la súbita aparición de un ejército de ocupación con pieles de niña pero labios de mujer, miradas ingenuas que son todo lo contrario y cuerpos de pronto misteriosos en su sorprendente cantidad de colinas y temperaturas, viene a inaugurar el tiempo más tirano y peligroso que existe: pues el joven invadido, avasallado por lenguajes que no comprende, corre grandes riesgos, incapaz de tan siquiera comprender esa invasión del mundo por quienes fingen ser iguales –tienen ojos, narices, bocas y pies de apariencia humana-, pero los manejan como las armas de una civilización superior. Y es sumamente peligroso porque, si se descuida, el chico, un día, en el momento menos pensado, hace explosión. Sucede todos los días y, como es un hecho cotidiano, los periódicos ya ni siquiera informan de ello.

O sea que, a la postre, la de las chicas, la de las viehas, no era una etapa tan distinta de las de las miradas torcidas que preparaban una revolución. Y si ésta no tenía lugar era porque aún no había, en Colombia, un Palacio propiamente de Invierno, pese a las sucesivas imitaciones de una clase alta pendiente de París y Londres, y ya un poco Miami. Por lo demás todo armonizaba:viehas ocupando el mundo, miradas amenazadoras, cordilleras intimidantes, serpientes patrullando jardines, verdaderos ejércitos de flores sin nombre y una luz cenital, la del Ecuador, que velaba las fotos y había pensar que sin duda uno estaba en un lugar central en el mundo.

Un pensamiento consolador pues, por alguna razón, uno tiene al llegar a Bogotá la sensación de que ya nunca podrá volver a salir. Que esa es una suerte de fortaleza cercada por las montañas, un valle encantado con una fuerza de gravedad superior. Por lo menos yo la tuve, y es probable que esa sea una de las razones por las cuales no he parado de viajar desde entonces.

De viajar… y de escribir. Tal vez, en mi caso, sea lo mismo. Escribo, no para dar cuenta de mis viajes, sino porque viajo. Mi escritura es una consecuencia, un paso de baile que necesita de otro.

Otra de las razones por las que escribo, y de las primeras, es que soy hijo de una mujer que, como buena mujer latinoamericana de su época, guardaba en la cabeza todo el libro de su tiempo, como una suerte de profeta bíblico, hasta el punto de que su medida, su termómetro para comprobar si las cosas eran ciertas o no era si ella podía rastrear la historia de alguien hasta, digamos, el siglo anterior. Si no podía, entonces lo más probable es que ese alguien fuese, o extranjero, o de ficción. Siempre miré ese talento como algo natural perocuando ya fui más consciente de su valor insistí tanto en que lo pusiese todo por escrito, al menos las il o dos mil páginas relativas a la familia, que terminó por acceder y se sentó a escribir. Pero abandonó pronto, cuando se dio cuenta, como un Tristam Shandy americano, que sólo para contar esas historias necesitaría un par de vidas, y más, como es natural, para escribirlas.

O sea que yo nací y crecí en una casa donde la gente no hacía otra cosa que leer y contar historias. Y escucharlas. Eran todavía tiempos en que había lugar para el aburrimiento, para sentarse a ver la tarde pasar, con todo un cortejo barroco de horas y de minutos y segundos, hacíamos sobremesa y el médico de la familia se quedaba a merendar después de diagnosticar cualquier angina. Y ese fue mi caldo fundamental de cultivo, más que el colegio, incluida mi débil garganta, que me clavó en la cama y en la lectura como la tercera parte de mi infancia. La lectura de Tintín, de Julio Verne, de Alejandro Dumas, todos relatos, ahora caigo, de viaje.

Pero lo de verdad decisivo fue mi padre, y por una doble condición esencial. Ya de pelo blanco cuando yo nací, mi padre era hijo de un explorador y diplomático, y había nacido ya en el exterior –signifique “el exterior” lo que signifique-, hasta el punto de que, muchos años después, y por razones burocráticas, tuve que emplear métodos casi detectivescos para saber dónde había nacido. Como me dijo el menor de sus nueve hermanos cuando se lo pregunté, “todos nacimos en lugares distintos, y yo soy el menor, o sea que figúrate si voy a saber dónde nació tu padre”. Pues bien: Mi padre se había pasado la vida viajando por países e idiomas –no diré cuántos sabía porque no me suelen creer cuando lo digo-, y todos ellos los tenía con naturalidad en la cabeza como el mapa de un jardín particular… pero era muy parco en su administración. O sea que de pronto decía: “Pues una vez en Berlín…” o “conocí a alguien en Helsinki…”, y contaba una historia. Peo en realidad era media historia, pues cuando uno le preguntaba “¿Y qué hacías tú en Berlín?…”, se reía misteriosamente… y, como un mago, no contaba esa parte fundamental de su historia. No contaba el truco, el por qué, no desvelaba su magia, de modo que la historia se quedaba flotando en el aire, como una nube.

E imagino que por eso viajo y escribo. Para saber qué es lo que ata las nubes a la tierra. Dado que las nubes son también escritura, qué es lo que cuentan.

 


[1] (ruana es el poncho colombiano)