Tarde en la noche, el tirano se acerca a una de las altas ventanas de su palacio, y no porque pretenda ver algo -hace ya dos noches que no se ven más que los focos de la defensa antiaérea rayando la noche en busca de aviones enemigos-, sino porque quiere oír. El cristal le devuelve su reflejo negro y el de una lámpara sobre un escritorio del tamaño de un billar. Apenas se oye nada.
No sabe dónde poner la ira que le roe las tripas como si se hubiese tragado unos murciélagos: justo la pasión, le advirtieron los médicos, que puede enviar un comando a su cerebro o dinamitarle el corazón sin que lo puedan impedir ni las defensas antiaéreas. Mas ¿cómo evitarla? No se trata de un puñado de murciélagos -una pesadilla común a los prisioneros en las mazmorras de su propio palacio-, sino el mundo entero el que desde hace dos noches bebe y baila para celebrar su inminente funeral y el final de su imperio. Aunque no se dice, se baila también para celebrar que los jefes de los demás estados se han puesto al fin de acuerdo en algo, y porque se sabe que el botín será jugoso.
Y eso es lo que intenta oír el tirano: los aviones que han de llegar. Armados de rayos láser y bombas de calor que adivinan a las cucarachas bajo la moqueta, los aviones se han juramentado para cortocircuitar «una desfachatez de proporciones globales» cuyo relato ha llenado durante semanas los suplementos el domingo. Según la CNN, Associated Press y otros teletipos, los aviones se proponen «echar agua fría a las piscinas de insultos radiactivos que el tirano y sus hijos le han ladrado a sus súbditos durante cuatro décadas de dominio».
Siete. Son siete los hijos del tirano, y cada uno de ellos se ha repartido el país como si este fuese «una tabla de quesos» y ellos, «tribus de la Biblia», acusaciones que se repiten sin pausa. O sea que desde hace dos días a eso se dedican las fuerzas de élite de las aviaciones del mundo. Los ases, los cracs del cielo, de puntería infalible con ordenadores perfectos: No se proponen destruirle a él -se lo reservan como postre-, sino destruir su entorno.
Empezaron por Versalles, sabiendo que así conseguirían unanimidad en los titulares. «Cae el Palacio de Oro del Rey Sol», dijo con rencor casi milenario el Berliner Zeitung. Luego por Los Inválidos: «Sin la tumba de Napoleón, el tirano pierde el modelo», tituló con la evidente satisfacción de la venganza La verdad, de El Cairo, que no olvida cuando hace unos cuantos siglos Napoleón fusiló a más de mil prisioneros egipcios porque se pretendían fugar. «El tirano atrae la destrucción sobre las fuentes de corrupción de su pueblo», tituló China Central, de Shanghai: un cinismo inconcebible pues qué culpa podía tener el Louvre, reducido a cenizas por un misil teledirigido desde un submarino israelí fondeado en el Canal de la Mancha.
Sin duda cinismo, pero que como suele ocurrir apunta a las causas de esta súbita cólera universal: Pues el presidente de Francia, que ahora se refugia en el palacio del Elíseo, ha estado utilizando durante cuatro décadas el Louvre y los inacabables tesoros de Francia para perpetuarse en el poder y corromper a los muchos dirigentes del mundo que ahora lo quieren callar. Es cierto que el tirano permitió que sus hijos se repartieran el país: el mayor se quedó con la presidencia de la mayor fábrica de aviones. La hija, con la dirección del Festival de cine de Cannes y sus premios. Al tercero, que no había terminado el bachillerato, le eran entregados los históricos fogones de La Tour d’Argent y a punto ha estado de hundir el prestigio de la cocina de Francia. Y el cuarto, el intelectual, se quedaba con la Academia Goncourt para darle el premio a libros de sus amigos.
Es cierto que al tiempo el Tirano conseguía revivir a la Dulce Francia… pero sólo para entregársela a los dirigentes extranjeros. ¿No es eso traición? Fines de semana y orgías con jovencitas en los castillos del Loira. Gimnastas musculosos o actores de cine para las grandes damas de Hierro de la banca internacional. Y paseos hasta las Baleares en inmensos yates de traficantes fondeados en Monte Carlo, la capital del crimen elegante.
Una vasta red de corrupción cuya complejidad se explica por el tiempo de que dispuso: cerca de cuarenta años siendo reelegido una y otra vez por obedientes ciudadanos. Los intentos que hubo para iluminar oscuras campañas electorales fueron pronto dinamitados con los métodos de siempre: comilonas con vinos inverosímiles y palmaditas en la espada de los periodistas, a las que son muy vulnerables. En casos de empecinamiento, altos cargos: direcciones de los telediarios oficiales, embajadas, jefaturas de prensa de organismos en los que no hay que dar golpe, canonjías o financiación para películas- Y en el caso de que algún periodista terco consiguiese decir algo, se le hacía luz de gas. Se le convertía en transparente. Fin del problema.
Pero eso pasa con los sátrapas, que en un punto se creen que la pleitesía es real y en efecto les corresponde el poder por herencia divina, y así pasó con este. Se puso avaro y quiso empezar a cobrar por sus quesos de leyenda, sus camembert hechos con leche no homologada por Bruselas. Puso difíciles los paseos por la Costa Azul en los yates que salían en las revistas. Se mostró codicioso con las actrices guapas, y prácticamente cerró al resto del mundo los placeres de Francia, que suponen un 14,7% de las reservas mundiales.
Y es peligroso jugar con los placeres de la gente, porque les pueden hacer más falta que el petróleo y hasta el agua. Las fuerzas del mundo se buscaron un pretexto cualquiera -en este momento no recuerdo cuál fue, una bagatela-, y unidas bajo el mandato de la ONU, le encargaron a sus aviones de ciencia ficción que destruyan París, donde se refugia el Sátrapa. El Tirano. El Maldito. El Innombrable… para evitar que siga aniquilando a su pueblo. Un pueblo harto de él y de los caprichitos de sus hijos. El último se acaba de casar con la tercera fortuna de Francia, mucho mayor que él, en una boda para tres mil invitados en el castillo de Vincennes. Sí, el histórico en el que se inspiró Hergé para crear Moulinsart, el castillo del capitán Haddock. Una reliquia del arte galo.
Sucede -y aquí el tirano levanta levemente las comisuras de la boca-, sucede que los jefes del mundo han empleado tanto tiempo tomándose fotos mientras declaraban la guerra en los telediarios, dándose palmaditas y empujándose para salir en la primera fila de los defensores de la civilización, y en la de los reconstructores del país y los negocios correspondientes, que para cuando lleguen al Elíseo será tarde. Sólo le encontrarán a él vivo, fumándose uno de los legendarios puros que solía exhibir en todas las visitas a los países donde está prohibido fumar. Sólo que esta vez el puro tendrá una dosis de nicotina de tal calibre que tampoco lo podrán llevar a juicio.
Eso es lo que sabe el tirano mientras escucha la noche: para cuando lleguen los aviones no quedará ya nadie para contestar su autoridad.