… Y sin embargo, este año el silencio es distinto. El primer año le parecía que, en verano, su despacho crecía. Ese despacho con cuadros de Tapies y Saura que cuando llegó le pareció un alarde, una ostentación inútil de musculatura ministerial que parecía buscar reportajes de domingo y resultaba más bien de antesala de dentista de ricos. Una cosa indefiniblemente hortera, como es siempre el poder. Lo primero que hizo fue mandar cambiar la mesa: mucho diseño pero no se podía instalar un ordenador.
-¿Un ordenador?, le preguntó su jefa de gabinete. (Sí, en esos despachos, además de los cuadros y las mesas enormes hay elementos móviles como jefes de gabinete). «No se preocupe, este cargo conlleva todo un equipo de gente que lee los periódicos y Twitter y Facebook por usted». Y añadió con coquetería: «Las cosas realmente importantes las sabrá antes de que ocurran».
– Si, pero yo quiero un ordenador, dijo, y él mismo se quedó sorprendido: antes de su nombramiento no habría dicho «quiero». Habría dicho «si, pero a ser posible desearía un ordenador». Y habría sonreído para que no pareciese un quiero demasiado español y tajante.
A estas alturas ya sabe de sobra que los modales cambian, según el lugar. Antes de llegar al cargo y después. Antes hay que ser más amable que eficaz, no perder los nervios ni parecer conflictivo (sólo los de arriba pueden dar voces y pegar puñetazos sobre la mesa), ofrecer soluciones o algo que lo parezca, y sobre todo buen rollo con cualquiera del escalafón. Aunque sólo hable de fútbol y haga chistes sobre las espaldas de las secretarias. En síntesis: antes hay que ganárselo: Después… después el cargo hay que defenderlo.
Esa idea, defenderlo, le saca un poco más de punta a la difusa angustia que se le viene encima con los veranos y las Navidades.
Porque entonces no hay forma de defender nada. La gente se alela con los regalos y las uvas que sirven para que todos los años parezcan el mismo. Y para qué hablar del verano, con la invasión del cielo por un azul eterno y el exterminio de cualquier nube refugio. Al paisaje le salen pinchos y brota del suelo la viruela de las chanclas y las piernas blancas y peludas -todas las piernas, incluso las alérgicas al aire libre-, y el discurso queda monopolizado por los apasionantes: «¿Cuándo te vas de vacaciones?» «¿Adónde?» «A mí ya sólo me falta una semana»…
Sería imposible incluso quedarse en Madrid. Alguien que no veranea parece que está planeando robar la cubertería, hay que veranear así sea en los supermercados a hora punta que han logrado hacer pasar como lugares de vacaciones sólo porque en días despejados se puede ver el mar desde los pisos quince y más arriba. No es posible prescindir de los reportajes sobre los lugares de veraneo del Gobierno y los intensos proyectos de lectura. Sus colegas lo mirarían mal, pensarían que les están preparando la cama para el regreso.
Ingenuos. No entiende cómo se niegan a verlo, ciegos de tanto ver el mundo desde las ventanillas del coche oficial y los Falcon del Consejo de Ministros, que crean más adicción que el crack: una vez usado uno, una vez, ya es muy difícil regresar a la Business Class. Está claro que la cama ya está lista, y para todos, y son otros los que van a disfrutar en ella de su luna de miel. Los síntomas están claros: las secretarias tardan en contestar y hasta se escuchan, al paso, las risitas de las que debieron acompañar a María Antonieta y su marido cuando los llevaban en la carreta. La jefa de Gabinete ya se ha buscado un despacho en un edifico de Bruselas, anónimo pero de los que tienden a ser eternos. Sólo los gorriones, que tienen un olfato de hormigas, acuden a las acacias de los ventanales de su despacho, y ya no vienen las urracas: ese sí que es un mal síntoma. Pues las urracas, como sabe cualquier persona de poder, sólo se acercan a lo que brilla. Y esa es la razón de que la suave angustia difusa se acentúe como un dolor de muelas.
Mas lo esencial es el silencio. Es cierto que el despacho parece un poco más grande porque entra menos gente y suenan menos teléfonos, pero este silencio, sin embargo, es distinto al de todos los veranos. Podría escribir un libro sobre ello.
Aunque si lo escribiera lo leerían mal. A mala idea. Tendría que describir cómo de un tiempo a esta parte la gente habla más en voz baja, en murmullos. Cómo ya ni recuerda cuando se cabreaba contra los constructores que permitían escuchar los telediarios y las siestas de amor de los demás como si estuviesen inventando el porno arquitectónico. Ya no oye nada de eso. Hasta el tráfico de Madrid le parece un poco el de Estocolmo. «Se ha vuelto loco», dirían, o peor: «Sordo». Un diagnóstico terrible, para alguien de su posición. Ya está viendo el titular.
Sería el fin. Fin del despacho, de la jefa de gabinete, de los resúmenes de prensa, del coche oficial y de los guardias civiles cuadrándose a su paso mientras uno finge naturalidad de ciudadano de a pie.
Fin de las tarjetas sin límite, de los fondos reservados de libre acceso y de los aviones que uno llama desde un favorito en el móvil. «Que me alisten un Falcon para dentro de media hora, por favor». Pocas frases pueden competir con esa. Y saber que uno no las podrá volver a decir es duro, muy duro, sin duda más que el adiós de una amante: una amante es reemplazable. Un avión personal no, no para un ex luchando con la nostalgia.
Es media mañana y por primera vez no le han traído sus resúmenes de prensa, y prefiere no averiguar por qué. Así que enciende el ordenador -por falta de práctica ha perdido ya agilidad en los dedos-, y repasa los titulares de los periódicos y las fotos. Y en una de ellas aparece un indignado enarbolando una pancarta con el texto: «No tenéis futuro. Denegado el crédito».
Y eso lo llena de ansiedad: ¿Por qué ese chico puede otorgar o negar créditos de futuro y él no? Ese chico puede reclamar el futuro para sí, no dejar más que unas migas para los demás. Él no puede aspirar ya más que a su pensión de ex, y a que le permitan asistir a los congresos del partido en calidad de «peso pesado», el título que le reservará la prensa en adelante por pura bondad. Ya no puede otorgar créditos y ya casi no oye. En la mitad de su madurez, cuando no ha dado ni la mitad de lo que podría. No es justo. Y poco agradecido con quien lo ha dado todo y se ha sacrificado veraneando sólo porque no quedaba más remedio.
Y si fuera sólo el oído. Porque -aún no se atreve ni a pensarlo frente al espejo-, es que ya casi tampoco ve. Apenas distingue las siluetas de las secretarias cuando entran en su despacho. Como si se fueran transparentando. Como si fuesen a desaparecer en cualquier momento.