MIRADA SORELA

El gol de la estatua de sal

Apartado: Siete años de Blog

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Tuzo se giró con la elegancia de un torero, y levantaba ya la pierna…

Tuzo, El Tren, recibió el balón con el pecho de espaldas a la portería. Algo hizo para que el balón no rebotara, con el movimiento de cobra que sólo está al alcance de los yoguis. Consiguió que el balón se deslizara sobre su torso y hasta la rodilla, y ahí le dio un pequeño golpecito para levantarla, digamos, un metro. Y en el tiempo en que el balón fue y regresó, traído de nuevo a la tierra por una ley de la gravedad que también impera en el fútbol -menos si los que juegan son dioses dorados, como era el caso, pero ahí también impera-, se dio la vuelta con ese pase de baile de torero que luego a los comentaristas les da pie para decir «histórico» y para añadir «leyenda», «leyenda del fútbol», y justo en ese momento sucedió.

Sí, a veces la Historia se porta como un dramaturgo competente. Rara vez, cierto, pero puede ocurrir.

Y el Universo del Fútbol se perdió una vez más en todos los clishés del territorio mismo donde se producen. Sí, más que en los toros, que en la Semana Santa, más o por lo menos igual que en las revistas despensamientadas. O sea que tal vez convenga informar de dos o tres detalles para que se pueda comprender un día lo que nadie acepta y se tiende a calificar como «extravío», «pájara», «cruce de cables» y demás. Como siempre.

La noche anterior a Tuzo se le paró del cepillo eléctrico de dientes al apretar un botón de forma inadvertida… y tardó en volverlo a poner en marcha. Más de dos minutos y es posible que hasta tres. Con la boca llena de espuma, y un cepillo Oral B de última generación entre los dientes, Tuzo, también conocido como El Tren porque aparte de zancadillas o balas pocas cosas lo pueden detener sobre un campo de fútbol, se quedó ensimismado frente a su imagen en el espejo que ocupaba toda la pared tras un lavamanos que copiaba una fuente romana. En el dormitorio lo esperaba K., su novia, la culpable de que lo odiasen la mitad de los hombres del planeta, pero él se quedó ahí un buen rato, saboreando una pasta de dientes diseñada para su sonrisa legendaria. Y ahí se quedó, inmóvil, como si se viese por primera vez.

Una media hora después, K. lo apartó, ya exasperada, lo miró tendido a su lado y dijo: «Quétepasa, noestásaquí», algo que ningún hombre sobre la tierra le hubiese creído. Cómo no iba a estar ahí Tuzo, El Tren, en la misma habitación en que estaban las piernas de K. Eso era científicamente imposible. Pero eso dijo K., la propietaria de las piernas, y sin transición se dio la vuelta hacia su lado de la cama para fingir, con sospechosa prontitud, que dormía. Sí, como en una pareja normal y corriente.

Ya hemos dicho que esa pareja era todo menos corriente. No es el tema, pero baste decir que K. era un apodo: el de Kilómetro y respondía a sus piernas. Que las piernas de K., que parecían más altas que ella, no llegaban al borde de la cama ni estirándose. Que toda la cama ocupaba la décima parte del dormitorio del Tren. Y que ésta no era más que la treintava parte de una mansión que a su vez se perdía en un parque -sería inexacto llamarlo jardín-, de modo que desde la cama se podían oír agua, pájaros, viento, lluvia y hasta rugidos, pero jamás -jamás- el ruido del tráfico. Y eso a cinco minutos del centro de la ciudad.

Tuzo seguía sin fallar con la pierna y el balón, lo que parecía imposible, y esa fue la condición de que nadie reparase en su raro, muy raro comportamiento: hacía semanas ya, meses, tal vez desde el comienzo mismo de la temporada, que Tuzo leía. Y no prensa deportiva o incluso las novelas de tiros y tías que alguna vez leen los futbolistas, sino libros raros, de los que nunca se han visto en los campos del fútbol moderno. Quizá en otras épocas, cuando se podía dar el caso de que un futbolista bailara, o fumase, o fuese coleccionista de pintura, pero no en esta.

Y no sólo leía sino que ya no le hacían mucha gracia los juegos de la play station, aunque fuese un prototipo en pruebas… y ni siquiera le apetecía jugar al futbolín con los compañeros. Su caso no era el habitual autismo de los futbolistas encasquillados en música tipo rap y en los adjetivos de los comentaristas deportivos, un fenómeno frecuente… y tampoco se prestaba a ver en grupo los partidos de los rivales. O sí se prestaba… pero no con el convencimiento, la actitud requeridos, ¿me siguen? Esa actitud que si no se tiene puede suscitar el recelo del entrenador y, lo que es peor, de «los socios»: esa masa anónima de expertos que exige desde las gradas. Pero no con Tuzo, El Tren, una leyenda del fútbol como con gran originalidad no se cansaban de calificarlo los medios los lunes.

Pero sucedió. «Y nadie se lo explica», explicó Patada, el diario más leído entre los aficionados y es probable que en la península: «Tuzo tiene cinco televisores de plasma, dos Ferraris, ayer mismo su novia K. buscaba en Internet relojes con correa de piel del tigre -las hay, pero ella quiere que sean tigres de Bengala, con certificado-, sus sobrinos van a colegios con hijos de banqueros, narcos y estrellas del rock…» Y así toda una serie de razones que pese a todo no conseguían explicar el gran misterio. A saber:

Tuzo se giró con la elegancia de un torero, y levantaba ya la pierna para meter un gol en la diagonal del campo que lo hubiese fusionado aún más con la Historia y la Leyenda. Pero lo cierto, lo cierto es que, como si una maldición se cumpliese al fin, se quedó inmóvil en mitad de su giro. Quieto. Estatua de sal, igual que en la Biblia. Como si en el que iba a ser su gol 862 en Liga se le hubiese al fin reventado la arteria del aburrimiento y, simplemente, ya no pudiese más. Ni un centímetro más. Tal vez estres de campeón, o fatiga de los materiales, o empacho de adjetivos y ditirambos, o simple tedio…

Por supuesto nadie pudo explicárselo, y es probable que tampoco quieran. Y sin embargo si hay un gol claro en la carrera de ese cometa, si hay un gol claro es ese que nunca se marcó.