JOHN STEINBECK. HUBO UNA VEZ UNA GUERRA. EL INVIERNO DE MI DESAZÓN. AL ESTE DEL EDÉN
Es posible que, al leer un periódico, usted se haya preguntado cómo fue posible que tal persona, que parecía esto y aquello, fuese el autor de aquello otro. Pues bien, El invierno de mi desazón muestra cómo es posible. No cómo es posible que un hombre haga esto y aquello, pues eso lo explica la sicología y no poca literatura, sino cómo es posible que alguien cambie de valores al parecer de pronto. Y lo cuenta de una forma convincente. Más convincente, al menos, que muchas explicaciones de expertos, que serán científicas pero dejan a quien les escucha un tanto estupefacto y, lo que es peor desde un punto de vista literario, sospechando si no se habrá perdido algo.
Bien es verdad que en esta novela la mutación afecta a la ambición, la codicia del hombre, y ese es terreno de la literatura. Véanse Dostoievski, Dickens, Balzac y desde luego Shakespeare, capaz de hacer poesía y filosofía y narrar al tiempo: no por casualidad el título de la novela de Steinbeck es uno de sus versos, “Ya el invierno de mi desazón se ha vuelto radiante gracias a este sol de York” (Ricardo III, I, 1), en un recurso no tan infrecuente en la escritura anglosajona. Y véase también Al este del Edén, el clásico del propio Steinbeck reeditado ahora, con no mucha confianza, por lo visto, si tiene que jugar en la portada con el mito de James Dean, protagonista de la película y que empobrece una novela mucho más compleja y rica, entre otras cosas porque consigue una arriesgada combinación de narración y ensayo, bajo la forma de introducciones a las partes. Uno de los ejes de Al este del Edén se construye igualmente sobre el doloroso derribo de una apariencia.
En El invierno…, el laboratorio de la mutación es un pueblo del Estados Unidos más arquetípico, y muy parecido al escenario de personajes memorables de otras obras del autor como Tortilla Flat,entre otras, aunque esta sucede en Long Island, y aquellas, en Monterrey, California. En concreto, en un colmado donde atiende Ethan Allen Hawley, un ser encantador que además de ingenioso y sabio está casado con una mujer ideal tipo la chica (irlandesa) de la casa de al lado y es además propietario de una de las casas patricias de la población. Porque sucede –y aquí empieza la novela- que aunque Ethan pertenece a una de las familias fundadoras, malos manejos de sus mayores y su propia torpeza le han conducido a ser un simple empleado de una tienda que antes fue suya, al igual que toda la manzana de casas. Es, como dicen en Estados Unidos, un perdedor.
Igual que en otras novelas de Steinbeck, se podría pensar, como por ejemplo Las uvas de la ira,que trataba de las víctimas de la Gran Depresión, o de In dubious battle (En dudoso combate),sobre la lucha sindical en una California que, bien mirado, tampoco estaba tan lejana de la de losespaldas mojadas de hoy.[1]
No exactamente. Porque si en aquellas primeras novelas de un Steinbeck de aguda conciencia social los personajes se rebelaban contra su destino pero terminaban asumiéndolo, en esta -de 1961, y saludada entonces como el reencuentro de Steinbeck con la preocupación social de sus primeros tiempos-, los personajes se rebelan contra esa condición de nuevos (pero felices) pobres, y hacen por salir de ahí. De cómo lo intentan, y el precio que pagan por cambiar sus valores, trata el libro.
En lo que sí conecta con su propio talento Steinbeck, un autor de constante alta calidad, es en su don casi pictórico para contarnos lo que alguna vez se llamó el ser humano, y que plasmó de forma tan convincente en títulos como Tortilla flat, De ratones y de hombres, Tierno jueves… (en Edhasa en castellano). Pictórico… o cinematográfico, si se prefiere, al estilo de John Ford o Howard Hawks: ese don, por otra parte tan propio de la tradición estadounidense, para dar vida a los personajes secundarios, y que él conoció en aventureros trabajos de juventud. A reflejar este talento contribuye no poco el hecho de que la novela esté construida casi de forma exclusiva sobre diálogos, es decir sobre teatro, es decir mediante las voces de seres humanos que con ello se hacen casi visibles en la página.
Idéntica concentración en el hombre es la que consigue plasmar el escritor en Hubo una vez una guerra, antología de sus crónicas periodísticas en sucesivos escenarios de la Segunda Guerra Mundial posterior a Pearl Harbour. Crónicas con un interés histórico secundario, pues él mismo cuenta que estaban muy condicionadas por la censura, pero sí sugerentes demostraciones de que nada puede callar a un periodista, ni reducirle a la mediocridad, si dispone de suficientes recursos de escritor.
Porque salvo en las del final (y ésas, según y cómo) las crónicas tratan de la no guerra, de la espera de la batalla, y a menudo en escenarios tan estrechos como el puente de un barco de transporte abarrotado y con personajes tan poco sugerentes como soldados uniformados con todos los tópicos de la vida cuartelera. Pero con tan delgados mimbres Steinbeck se las arregla para convocar, medio siglo después, el escenario más humano que existe: el del hombre esperando el alba para saber si ha llegado su hora.