Sastrería / El novelista enfermero
Un amigo mío ha falseado una escena real para que, una vez llevada a una novela, resulte verosímil. La escena real fue que a cierta mujer citada como testigo en un juicio, que acudió al tribunal muy elegante y enjoyada, le decomisó sus joyas una quinqui en un ascensor de los tribunales, y sin que los dos policías presentes hicieran nada; al parecer no miraban en esa dirección. Mi amigo ha situado el robo en una celda de prevención, donde varios reclusos pueden convivir sin policías presentes. Considera que si lo cuenta como sucedió nadie le va creer. Y además no hay pruebas.
Con lo cual pasa a engrosar el muy nutrido ejército de los escritores que se enfrentaron al mismo problema. Saint-Exupéry contaba que si escribía la altura real de una tormenta de arena, aquello resultaría por completo inverosímil, de modo que para que los lectores le creyesen, la rebajaba, me parece recordar, a una altura humana de diez o veinte metros. Si se piensa, una versión del truco de la columnata del Partenón, que fue construida en ligera curva para conseguir dar la impresión óptica de línea recta perfecta.
Y no se piense que es algo propio de las novelas estrictamente realistas. Para conseguir la credibilidad en su particular estética (prefiero esquivar la postalita multiusos de «realismo mágico»), García Márquez añadía ciertos elementos que, en efecto, aportaban el factor decisivo para hacerlos creíbles: si Remedios la Bella sube a los cielos, en Cien años de soledad, es porque sujeta una sábana. Si nos creemos que Mauricio Babilonia va perseguido por una nube de mariposas amarillas es porque la imagen de una mariposa real que se había infiltrado en la cocina de su abuela se quedó fijada para siempre en la memoria del futuro escritor. Si aceptamos las extravagantes relaciones entre humanos y animales en Tabú, la más reciente obra de Álvaro del Amo (Menoscuarto), es porque él hace que los humanos se comporten como animales y al revés, hasta unificarlo todo en su solo mundo sin fronteras atávicas. No recurriré al muy manido monstruoso insecto de La metamorfosis.
Todo eso, como vemos, está muy estudiado. Es la historia misma de la novela y es probable que sea imposible encontrar una que no haga ese juego de manos en algún momento. Pero lo que me interesa aquí es por qué el novelista cambia la realidad para hacerla digerible, lo que se pone escandalosamente de manifiesto en la pandemia mundial de la corrección política, de la que, me temo, no estamos viendo más que el prólogo, y de un modo muy visible en la nueva moda de falsificar los cuentos infantiles clásicos para «evitarles traumas» a los niños. ¿Por qué no inventan sus propios cuentos correctos? Una estafa en toda regla, un fraude cultural, y con descorazonador éxito comercial y amparo político, además.
¿Es un cómplice, el novelista? ¿Un cómplice que falsifica la realidad para hacerla aceptable en un determinado momento de la historia? Sería lo que se desprende de una anécdota de Faulkner que siempre me dio que pensar: en cierta ocasión se incendió el teatro de Oxford, en Misisipí, y cuando llegaron los bomberos Faulkner comentó: «Para una vez que dan un buen espectáculo, nos lo van a estropear», o algo parecido. Desde la visión de un novelista, y Faulkner lo era en estado químicamente puro (no todos lo son), los bomberos venían a estropear una buena historia. A hacerla digerible, literalmente echarle agua y en realidad censurarla.
En mis años de periodista fui descubriendo uno de los secretos mejor guardados de la profesión, y es algo que en la universidad digo a mis alumnos de cursos avanzados y un poco en voz baja, no vaya a ser que vivan la dolorosa tragedia de creérselo desde el comienzo: Quizá una de las misiones jamás formuladas del periodismo sea, no tanto reflejar la realidad, que para quien sabe mirar es siempre subversiva, como el incendio de Faulkner, sino amortiguarla. Hacerla digerible. Todas esas plantillas con las que se informa de los asesinatos de mujeres, los accidentes de tráfico, las guerras lejanas… Cualquiera de esas noticias, bien contada, como mínimo nos perturbaría el día, nos angustiaría, nos haría pensar. De modo que el periodista sería el enfermero encargado de amortiguar el golpe y, bajo la apariencia de informar, administrar sedantes para que la gente pueda aceptar una realidad incendiaria y dormirse a la hora prevista esa noche.
Bien, ¿y el novelista? ¿Por qué acepta ese rol de enfermero? ¿No hay una ética del novelista, un mandato que le obligaría a reflejar con fidelidad los incendios que se va encontrando en su novela? Un incendio es fuego y no hay por qué disimularlo. Kafka decía que solo le interesaban las novelas que le derribaban con un gran puñetazo en el pecho. (Él lo consiguió con García Márquez, que lo contó después).
No lo sé. Ha pasado mucho tiempo desde Kafka y, si existe esa ética, debe de estar de viaje porque hace tiempo no la veo.