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Del encanto como engaño en literatura

Apartado: Literatura

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EL CASO CORTÁZAR

03 Feb 1983, Bismuna, Nicaragua — Argentine Author Julio Cortazar — Image by © Diego Goldberg/Sygma/Corbis

No resulta fácil hablar de Cortázar. No resulta fácil hablar de cualquier escritor, en realidad, pues la posibilidad de traicionarle es casi una profecía, pero de Cortázar es en particular difícil, por múltiples razones pero la principal de todas es su encanto.

Un caso raro pues no abundan los escritores “con encanto”, esto es, que además de con su obra seducen a las audiencias de una u otra forma con su figura. Entre los escritores en castellano se me ocurren cuatro, y no muchos más: José Luis Sampedro y su aire de sabio generoso pero lúcido; Augusto Tito Monterroso, que pese a su humor tolerante era sin embargo en extremo exigente; Álvaro Mutis, quizá el mejor conversador que he conocido y fiel representante de toda una generación de colombianos (y que ayuda a explicar el don de la narración conversada de García Márquez); y mi amiga la carioca-gallega Nélida Piñón, que no escribe en castellano pero como si lo hiciera porque es como de la familia. Nunca la he oído hablar mal de nadie pero, lo que es más difícil todavía, nunca he oído a nadie hablar mal de Nélida. Eso es sin duda el encanto, ¿no? Y a nadie se le escapa que se trata de algo extraordinario pues es sabido que para ser escritor, en el mundo hispano, aquí como al otro lado del Atlántico, es preciso superar con nota unos cuantos cursos de hablar maldades de otros escritores, a ser posible contemporáneos. (En El miedo a los animales, del mexicano Enrique Serna, un policía prefiere regresar al mundo de los delincuentes que seguir en el corrosivo mundo literario en el que por trabajo ha tenido que infiltrarse).

Pues bien, para que se hagan ustedes una idea, Cortázar es el más encantador entre los encantadores. No hace mucho un escritor conocido me decía: “Los libros de Cortázar no me gustan demasiado. Sólo lo vi una vez. Pero me pareció un tipo encantador”.

Se da la circunstancia de que yo también estaba presente esa vez. Fue hace más o menos treinta años (sí, así de viejos somos todos), cuando la editorial Alfaguara de aquella época organizó un encuentro con Cortázar en su sede de las Torres Blancas en la Avenida de América. Y en efecto, yo también recuerdo que era encantador.

Pero cuando digo esa palabra no me refiero al don de gentes, a la invariable amabilidad de un Vargas Llosa, por ejemplo, o a la autoridad de un Borges, una suerte de don de profeta, o al extraño atractivo, en su timidez, de un Juan Rulfo. Me refiero a que era “encantador” en el sentido de encantamiento. Era un ser grandísimo pero al tiempo un poco desamparado, y esta impresión se producía quizá por una célebre mirada de ojos separados, de pez. Tenía manos enormes, de baloncestista, y hablaba muy lento, pronunciando mucho, como el maestro que fue en su juventud, y con la erre francesa. Dicen que porque tenía frenillo pero a mí me parece que porque era belga, francés, y lo digo consciente de lo que digo. Era también francés, y no sólo porque fuese francés su pasaporte cuando murió. Los pasaportes son lo de menos. Sea como fuere, ese día comprendí que circulara una leyenda según la cual Julio Cortázar, en realidad, era un extraterrestre.

En cualquier caso basta consultar cualquiera de los textos que, aquí y allá, han escrito sobre él sus contemporáneos para comprender que suscitaba pasiones. Es probable que me equivoque, y ya me corregirá algún profesor, pero me parece que era el único, en todo ese grupo privilegiado de escritores latinoamericanos a los que resulta empobrecedor etiquetar, el único en reunir la benevolencia de los demás. Incluido Borges, que no tenía un gran interés ni por sus contemporáneos ni por los novelistas (en el supuesto de que Cortázar lo sea), y que le publicó su primer cuento, Casa tomada.

Y sin embargo, y este es el primer indicio de que el encantamiento es un obstáculo, sin embargo no abundan ni mucho menos los textos biográficos o de testimonio sobre Cortázar, y los que hay, o al menos que yo conozco, inciden sobre todo en el “yo conocí a Cortázar”, con acento más en el yo que en el Cortázar, y con los consabidos megatópicos sobre si Cortázar fue o no el más grande, el más simpático, el más entrañable de los cronopios. Todo ello constituye una bruma, claro está, pues es difícil percibir algo detrás de todo ese cortesanismo. Cortázar es el rey del name dropping, de la citación por los demásJusto él, que se reía de la pasión universal, pero latinoamericana donde las haya, por encontrarse abolengos.

El resultado de todo ello es que Cortázar atraviesa, qué duda cabe, el Purgatorio de silencio e incomprensión de unas cuantas décadas que por lo visto está reservado a todos los escritores después de morir. No a todos pues Borges, por ejemplo, no lo atraviesa… -o a mí me parece que no lo atraviesa- y no quiero caer en fáciles especulaciones sobre adónde es que han ido a parar cada uno de ellos después de muertos.

Los escritores no pertenecen

Otro de los obstáculos que se interponen en nuestra percepción de Cortázar es la discusión sobre su identidad, su pertenencia, su país, su nacionalidad, como si los escritores pertenecieran a alguna parte, cosa que yo discuto: yo creo que los escritores sólo pertenecen a su universo, que para eso lo crean. No puedo por menos que recordar los últimos días de Borges, cuando escapó de Argentina con María Kodama y emprendió una migración hacia Ginebra en una peripecia parecida a la de León Tolstoi cuando se escapó de casa a los 80 años, para morir. Y recuerdo que un periodista argentino localizó a Borges y le preguntó si no consideraba que se debía a la Argentina, ahora que era un Panteón ambulante de Hombre Ilustre o algo parecido. Y Borges le contestó: “Soy un hombre libre”. ¿Se puede decir mejor?

Y no puedo por menos que acordarme de Albert Camus, que como es sabido era huérfano de un soldado francés e hijo de una lavapisos mallorquina, nacido y criado en Argelia y exiliado por varias razones: por huérfano, por pied noir o alejado de su propia metrópoli, por pobre y por otras muchas cosas, y que al final de su vida puso el carácter de periférico, extranjero, alejadocomo una condición misma de la escritura, de la literatura. Yo me expliqué muchas cosas con esa revelación, que ahora profeso.

Pero la discusión sobre la verdadera nacionalidad de Cortázar, o el carácter abierto de ésta, no tendría mayor importancia de no ser porque a mi juicio sus consecuencias son tangibles en su obra, que no se explican de otra manera.

Como es sabido, Cortázar nació en Bruselas, hijo de padres argentinos que habían viajado a Europa en busca de un mejor modo de ganarse la vida y no en ambiguos y supuestamente prestigiosos puestos diplomáticos como muchas veces se ha dicho. Tras una primera infancia europea –lo que en ningún modo es anecdótico-, Cortázar viajó a Argentina, donde vivió hasta los 40 años, momento en que regresó a Europa, donde se instaló de una forma más o menos fija. Y murió después de nacionalizarse francés por razones políticas de rechazo a la junta militar argentina, algo que en modo alguno contribuye a fijar su nacionalidad pero sí a diluirla un poco más. Y a convertir a Cortázar en una suerte de adelantado de esos nacionalismos unipersonales, esas patrias de un solo hombre que constituirán el futuro. Ya son el presente: mire en torno y verá a más de una persona con una patria única e irrepetible, dibujada con el mapa de un país individual.

Pero no quiero hablar de nacionalidades, tema que no me interesa, sino de las consecuencias de una vida mestiza y viajera sobre una obra. Y esas consecuencias se pueden rastrear como pocas en Cortázar.

El espejólogo

Por ejemplo, la permanente e incombustible ansiedad por conquistar una mirada nueva.

Quizá se podría dividir a los escritores entre quienes intentan hacer de espejo y pasearlo al borde de un camino para reflejar un mundo, que propugnaba Stendhal, o quienes procuran construir uno nuevo, categoría a la que sin duda pertenece Cortázar, de quien podemos escuchar un párrafo e identificarlo como suyo.

Nos podríamos pasar mucho tiempo hablando de todo lo que se desprende de la conquista de una mirada nueva, pero quizá lo más interesante y trascendente es la apertura de Cortázar a otras corrientes, a menudo vanguardistas, que él mismo contribuyó a fundar.

Un solo ejemplo: Rayuela y su estructura de rompecabezas, de modo que el lector pueda construir su propia lectura, en cierto modo libre, en una de las más tiranas de las artes, junto con la música, que es la narración: Pues en principio no queda más remedio que leer la narración de la forma en que lo ha dispuesto el autor, con un cierto orden e incluso la cadencia impuesta por la puntuación.

Pues bien: resulta que la famosa estructura de Rayuela, que por otra parte fue la que lanzó la fama de Cortázar entre cierto gran público, está estrechamente emparentada con los juegos realizados por el OuLiPo (Ouvroir de Litterature Potentielle), un grupo de escritores entre los que se encontraban Raymond Queneau y Georges Perec (y también Ítalo Calvino, en las afueras), dedicados a juegos formales con la literatura. Un poco lo que se refleja en los famosos Ejercicios de estilo, de Queneau (Cátedra), y la obra entera de Perec, un hombre, como es sabido, que se dedicaba a hacer habilidosos juegos como suprimir la letra e, la más utilizada en francés, de toda una novela… que contaba su desaparición sin poder mencionarla. (La disparition: El secuestro, en español (Anagrama), donde lo que desaparece es la a). Lo que quiero decir con ello es que Cortazar estaba, no sólo en contacto, sino en estrecho contacto con los movimientos más vanguardistas de la experimentación literaria en Europa, y su obra refleja ese diálogo. Véanse también La vuelta al día en 80 mundos Ultimo round.

No es casual que Cortázar fuese un inmenso lector –a la lectura dedicaba las tardes de su vida-. Bien mirado, qué es un lector sino alguien abierto por la mitad y enfermo de algo que aumenta cuanto más se la alimenta, y que es la curiosidad, ese bien tan escaso en nuestros días.

Esta apertura se puede ver en la otra vida de Cortázar, con intereses que muy bien podrían bastar para llenar una vida intelectual, como son sus aficiones a la música –El perseguidor-, y sin la cual su escritura se entiende sólo a medias, o el boxeo. Desde mi punto de vista esa apertura a otros mundos no sólo es el privilegio sino la obligación del escritor, incluso del más quieto y sedentario: El caso de Flaubert leyendo, literalmente, no sé cuántos cientos de libros para poder escribir su Bouvard et Pécuchet.

O sea que si hacemos un repaso veremos que la recepción de Cortázar está en cierto modo entorpecida por ciertos malentendidos, pero sobre todo por uno decisivo: y es que no es un escritor fácil. Es un escritor difícil. Y no porque escriba de esta manera o de aquella, sin puntos o con largas frases llenas de subordinadas donde se confunde la voz del narrador con las de sus personajes. Es un escritor difícil, y pido perdón por esta palabra simplona y empobrecedora, porque construye un mundo. En lugar de escribir con un espejo al borde del camino, según el famoso dictat de mi por otra parte admirado Stendhal, inventa el camino, el paisaje y hasta un nuevo tipo de espejo. Y eso, que al principio es saludado por todo el mundo, siempre es aislante, y en particular en estos tiempos, en España, donde al parecer el grueso de los lectores lo que quiere son espejos en los que reconocerse, encontrar sus raíces, su identidad, su club de fútbol y todo lo demás.

Hay un gran malentendido, motivado quizá por lo atractivo de su figura que, recordemos, era como el de un extraterrestre. Y es que Cortázar funge como un escritor de grandes públicos cuando, ni siquiera entonces, lo fue. Pues la mayor parte de la obra de Cortázar es de vanguardia. En su famosa distinción entre lectores pasivos y activos (Hembras machos, hoy lo degollarían por proponer semejante símil), Cortázar apuesta claramente por los activos. Bien mirados, ni siquiera sus libros más fáciles, como Historias de Cronopios y de Famas o Rayuela se pueden considerar fáciles.

Además, como veíamos con motivo del OuLiPo, para la plena comprensión de Cortázar hay que tener en la cabeza no toda, pues es imposible, pero al menos parte de una documentación previa que era portentosa. Entre sus amigos, incluso los literatos, Cortázar era famoso por todo lo que había leído, lo que por otra parte queda claro en su actividad crítica, su correspondencia y piezas teóricas como su introducción a la obra de Poe, que por otra parte tradujo. En cierto sentido Cortázar recuerda en su erudición a Baudelaire, el otro traductor e introductor de Poe en Europa. (Suerte para Poe).

Entre todas las virtudes de Cortázar hay una que prefiero: su sentido de lo precioso, de lo valioso, de lo otro. Su capacidad de apreciar lo extraordinario, su incapacidad para pasar delante sin verlo, tipo de ceguera que define la mediocridad.

La primeras consecuencias de todo ello, en Cortázar, se producen en la estructura de los textos. Pues, antes que una textura distinta, que la tiene, lo que caracteriza a Cortázar es una peculiar forma de armar sus textos, lo que se puede ver no sólo en Rayuela, cuya estructura de rompecabezas es más sencilla y fácil de lo que creen los neófitos, sino en muchos otros. En casi todos, de hecho.

En Octaedro, por ejemplo, los textos colindan con el vecino hasta conformar una doble realidad: la de cuentos y la de piezas de un gran mosaico que funge como novela o algo parecido. En La vuelta al mundo en 80 días, fue el azar el que contribuyó a crear uno de los libros más originales de Cortázar, y más modernos. Tiene gracia que naciese cuando un amigo le pidió a Cortázar algo para su pequeña editorial. Y como el escritor no tenía nada pero intentaba ser un buen amigo, juntó papeles sueltos que tenía por ahí, pidieron a un ilustrador que pusiese un poco de cemento, y así salió ese libro extraordinario, hermano mayor, por anterior, de Último round.

Si nos fijamos, esas estructuras tienen mucho que ver con la brevedad, con el ritmo y con la música. Quizá influido por el jazz, un arte de improvisación, Cortázar creía en la espontaneidad y en el ritmo, lo que a mi juicio resulta evidente en su obra, en la que, sobre un gran fondo, destacan ráfagas de narración. A su vez esas ráfagas tienen que ver también con el viaje.

Tienen en cualquier caso que ver con una ansiedad por contar nuevo. Antes de la crisis de la narración -en la que estamos hasta el cuello, aunque no lo parezca-, contar como en Las babas del diablo, de su libro Las armas secretas:

“Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.

Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir…”