Sobre la crítica
Es evidente que la pregunta de dónde se encuentra el crítico no es inocente. Está claro que, trabajador, responsable, y también vanidoso pues su trabajo está bajo los focos, el crítico se encuentra en el cine, el teatro (sexta fila corredor), recorriendo una exposición con aire meditabundo y las manos sujetas a la espalda, decidiendo quién tendrá o no derecho a entrar en los museos, o que, instalado en su casa en lo que no pocos ilusos piensan que es un trabajo envidiable, desgasta un poco más su casi centenario sillón de cuero y se dispone a –cree él- terminar de consagrar o hundir las aspiraciones de cualquier escritor a la eternidad.
Es obvio que todo ello es cierto y ésta no constituye, bajo ningún caso, una inspección de trabajo. ¿Entonces?
Entonces es que la pregunta debería ser otra. La verdadera pregunta debería ser: ¿Puede un crítico que está donde debe estar ser un buen crítico? O simplemente: ¿un crítico?
Se trata de una pregunta un tanto esquinada, cierto, pero es que todo este texto va a ser esquinado. Y no por un prurito de originalidad (o no sólo), sino por la intuición de que el crítico, o está en la esquina, o es esquinado, o no es. No hay crítico.
Lo cual nos remite a la pregunta, no de dónde está el crítico, sino de dónde viene.
Eso: ¿de dónde viene? La pregunta no tiene nada que ver con su lugar de nacimiento, su terruño, su patria grande o chica, su bandera, raza y todo lo demás, pues eso y todo lo demás tienen poco que ver con el pensamiento, con el pensamiento crítico al menos, y más bien lo obstaculizan. Un verdadero incordio pues el principal enemigo que tiene que superar la crítica contemporánea –y que por lo general no supera- es justamente el de la industria de las etiquetas, empezando por las nacionales, como si existiese tal cosa como un cine ukraniano o una escritura homosexual. No existe, pero resulta tan consolador, fácil de manejar y rentable que la fiebre ha invadido ya no pocos periódicos y para qué hablar de las universidades.
Así que ¿de dónde viene el crítico? se convierte en una pregunta crucial ya que en su camino, en su recorrido, y no sólo en su camino mental, se encuentra su verdadera procedencia. El crítico, si se quiere, es del camino que ha recorrido.
Pues Ulpiano, ese crítico de cine de gesto adusto que se esfuerza por llegar a las proyecciones una vez comenzadas y salir antes de que acaben, viene de la profesión, que es una forma de decir que nunca ha hecho cine. Que en su juventud soñó con él, que ha hecho cola ante las productoras e incluso ha sido servil con algunos productores y quizá lo siga siendo: hay muchas formas de ser servil; que una vez fue actor secundario y hasta salió de copas por Madrid con Ava Gardner (y otros cien); que escribió uno, dos y hasta tres guiones con otros tantos directores –algo más que escribir a medias-; y es muy posible que haya cubierto más de treinta festivales y entrevistado a muchas estrellas. Tanto roce ha terminado por darle la impresión, no demasiado oculta, de ser igual o, ¿por qué no?, superior a ellas. Pero no ha hecho cine. Sólo lo ha visto… y escrito sobre él.
¿Sólo?
Bueno, lo de sólo y lo que lleva implícito lo pone él al llegar tarde, salir antes… Al fin de cuentas es una forma un tanto vergonzante de ver cine, ¿no?
En cuanto a Federico, el crítico que se pasea por la galería pensando en qué cuadro aceptará si le ofrecen uno a cambio de escribir en un catálogo de una próxima exposición en esa galería… Federico viene de la oficina. Para ser precisos, de una oficina de importación de material de ortopedia donde le pagan un sueldo ridículamente bajo para compensarle sus ocho horas diarias –ningún sueldo puede compensar las dos terceras partes del tiempo que un hombre permanece despierto-, y de la que vienen, por lo menos, dos de las cinco arrugas de su frente. Una cuarta viene de una esposa demasiado natural, una quinta, de la bilis que le produce el que sea Roberto Mazuera, y no él, el crítico de La Crónica del Siglo, y la sexta… sólo la sexta le viene de la sospecha de que cinco de las nueve revelaciones de la década que él lanzó en los dos últimos años se han desmoronado y ya no consiguen ni exponer. A Federico también le desgasta -¿y a quién no?- el tener que lidiar con ocho horas de oficina antes de poder acceder a una existencia de colores, que es la existencia real.
Podríamos hablar de la pasión del crítico de música por el cultivo de una huerta en las afueras de Madrid, o de cómo el de ballet tiene una sobrecarga emocional con tanto bailarín al que toma bajo su protección, pero ya está claro que por lo general todos ellos tienen un serio problema con el tiempo. No tanto para ejercer la crítica –salvo el pobre crítico de novela, a quien a veces no le queda más remedio que leer en diagonal, o agarrarse a contrasolapas y resúmenes ya preparados por las editoriales-, sino para prepararse y mantenerse al día.
Mas esto parece una discusión metafísica (lo es) porque de inmediato el alumno respondón del fondo de la clase pregunta: ¿qué quiere decir mantenerse al día?
Puede significar varias cosas y por lo general quiere decir que el crítico hace lo posible por haber visto, leído o paladeado aquello de lo que surge en las conversaciones en sociedad y se presenta como algo novedoso. Más aún, el hecho de conocerlo o no es la regla casi única para juzgar si es en verdad novedoso: Él, y casi sólo él, es quien sabe qué hay de nuevo bajo el sol del arte.
Y en ese caso él no sólo lo reconoce sino que habla de ello con autoridad, como si hubiese poco menos que asistido, más que a su nacimiento, a su gestación: como si, en el laberíntico sistema de sus valores y adjetivos, estuviese previsto. Sólo con el trato de los críticos –quiénes son, dónde se reúnen (no lo hacen: se detestan), qué les gusta cenar y cuáles son sus aficiones secretas-, se averigua que esa seguridad sólo puede venir del soplo implícito de alguien todavía mejor informado que ellos (aunque sin su competencia enjuiciadora).
¿Quién puede ser el soplador?
Pues en el caso de Ulpiano, el crítico de cine, una amable señorita que le ha llamado a su casa (a saber cómo ha conseguido el teléfono), para ofrecerle una invitación a asistir al estreno de una película en Nueva York. Visto que el viaje es largo y pesado, la invitación es para un puente de cuatro días, y si quiere, con un acompañante. El problema del crítico -un problema considerable pues su físico no se corresponde con su poder, igual que en el caso del banquero feo, y eso le crea tantas distorsiones en su vida como a un modelo, un actor de cine-, el problema del crítico es con quién acudir a Nueva York.
O el soplador también puede ser ese otro joven que está hablando por teléfono con Federico Mas, el crítico de literatura llamado La Balanza por los envidiosos porque esa es su vocación y eso es lo que termina diciendo siempre: “este es el mejor (libro, autor …), la propuesta con mayor peso específico de las últimas (décadas, semanas, generaciones…)”. El simpático joven de la editorial X (que gana un sueldo de risa y hace todo lo posible, de 9 de la mañana a 8 de la tarde, por convertirse en un felpudo, a ver si así le hacen un contrato), está invitando a La Balanza a una cena en petit comité con el escritor Z, a quien como es notorio le falta poco para ganar el Nobel (o lo ganó el año pasado).
Los problemas de Ulpiano (cine) y el de Mas (literatura) tienen algo en común que parece una tontería y no lo es: ¿Con quién ir a Nueva York? y ¿a quién decir “este es el mejor libro…”? Pues a diferencia del artista, todo el poder del crítico reside en su audiencia. En el caso del artista, la audiencia decide si va a comer de su obra o no, pero eso apenas tiene importante ante la obra, que queda ahí: en la conciencia del artista, a la luz del sol, en las enciclopedias o en el hueco bajo la escalera, pero queda. En tanto que la máxima aspiración de la crítica es simplemente visitar mentes, cuantas más, mejor, e influir en su criterio.
Y visto que, gracias a eficaces planes educativos tecnocráticos y reaccionarios ya casi no queda criterio, la importancia del crítico es mayor porque de sus adjetivos depende más de lo debido que un cuadro se venda más caro, o que más personas vean una película o compren un libro. Sólo eso, pero ayuda a comprender que la señorita que invita a Ulpiano a Nueva York lo trate como si fuese Alfred Hitchcock –y no lo es, Hitchcok jamás habría hecho crítica-, o que el felpudo que llama a Mas le dé un tratamiento de Premio Nobel. Así se comprende el extraño fenómeno de que los críticos entren en los salones levantando la nariz y como levitando.
Igual que ha hecho Ulpiano (cine), Federico Mas tiene que consultar su agenda, y ese gesto que en muchos ejecutivos y jefes de negociado supone el orgulloso gesto de alguien muy solicitado, en Mas y en los otros críticos debería ser (pero no es) humilde. Resulta muy significativo. Revela que están muy ocupados.
¿Puede un crítico estar muy ocupado? Y si lo está, ¿qué significa eso en su trabajo?
Porque si un crítico tiene que consultar su agenda es que el grueso de su tiempo se le va en actos del mismo tipo que el de la comida con el premio Nobel o el fin de semana en Nueva York. Si uno escribe en su agenda que el martes a las 2 ha de “comer con Fulano”, está claro que noescribe que el viernes a las diez ha de “darle un beso a Clara”. Comer con Fulano y darle un beso a Clara son actividades de diversa naturaleza, mucho más diversa de lo que parece, y además (y este asunto no es baladí), vete a saber si el viernes a las diez, Clara (o el crítico) están para besos y no prefieren estar jugando al poker. A diferencia de comer con Fulano, los besos a Clara son de una realidad imprevista. Pertenecen a la vida.
¿Pero acaso el arte -y por lo tanto su crítica- no ha de ser imitación de la vida? Eso ya lo decían en el Renacimiento…
Así que el problema, también aquí, es si los críticos debieran estar comiendoconfulano obesandoaclaras. Para mí la respuesta está clara, pero dejémonos con el beneficio de la duda (de momento).
Si alguien dice que este análisis es un tanto epidérmico, tendrá razón: La discusión no es sicomer o besar, sino por qué el crítico centra sus deseos en una u otra cosa. Pues si bien se mira, del deseo de comer o besar saldrán una u otra crítica de forma tan ineluctable con que la pasta de dientes sale del tubo azul o del tubo verde (siempre que se sigan las instrucciones para un espichado correcto).
O sea que la pregunta es: Qué es lo que quiere un crítico: ¿comer o besar?
Lo que nos remite a una de las preguntas ya formuladas -a veces ocurre-, a saber: ¿de dónde viene el crítico? Porque según de donde venga, como veíamos (y qué haya hecho durante el trayecto) preferirá una cosa u otra.
Tomemos por ejemplo a Ulpiano, el crítico que aún trabaja en una oficina de importación de piernas ortopédicas a pesar de disponer de una colección de arte contemporáneo que para sí la quisieran algunos museos de provincias pequeñitas. (Bien es verdad que la mayor parte de los artistas viven aún y no es el momento de vender). Ulpiano viene de una licenciatura en Historia del Arte en una universidad española de los años sesenta (no digamos cuál porque cualquiera sirve), y aunque es una simple licenciatura (un bachillerato de los de antes), presupone que la enseñanza que recibió fue de cajoncitos: columnas dóricas, corintias y …. Románico, gótico, barroco y neoclásico. Pintores españoles (trágicos), italianos (coloristas) y flamencos(minuciosos). Impresionistas (luz) y expresionistas (sentimiento). Figurativismo y abstracción. Y así sucesivamente hasta crear un mundo de cosas bellas pero manejables entre las que el catedrático se movía con soltura y seguridad.
Si bien se mira, una ágil seguridad muy parecida a aquella con la que el crítico, en sus columnas en su periódico (y no en las de La Crónica del siglo, cierto, circunstancia que le amarga), recibe todo el arte nuevo y lo va metiendo a su vez en otros cajoncitos que, bien mirados, son como los primeros: neofigurativismo o expresionismo abstracto; pintura de género (masculina, femenina, homosexual), mediterránea, vasca o chileno-fronteriza. Y así sucesivamente.
Así que, si nos acercamos a Ulpiano y le colocamos encima la lupa mientras él hace otro tanto con los cuadros a los que aplica su mirada crítica, vemos que esta no consiste tanto en ver –una de las posibilidades de la mirada-, sino en reconocer. No es lo mismo.
¿Cómo podemos distinguirlas? Muy fácil: la mirada que reconoce, por inteligente que parezca y por lenta que se deslice, lleva un cierto ritmo de veterano caminante de un museo y no se detiene. No hay sorpresas. En ningún momento el crítico baja las manos con humildad, ni mucho menos enarca las cejas, que es el signo de la sorpresa, prólogo, con suerte, de la admiración. Si bien se mira, la que reconoce es la mirada de un tendero que repasa sus existencias, de un banquero que cuenta sus lingotes.
En cuanto a la mirada que ve, resulta fácil o difícil de reconocer según quien mire, precisamente, y este no es, aunque lo parezca, un juego en la galería de espejos de una feria. Como decía un turco, con razón, verle o no la magia a Istambul depende de la calidad de la mirada.
Pues bien, la mirada que ve tiene de particular que no tiene nada de particular. Puede ser la de un niño o la de un joven, aunque es raro: en contra del prejuicio naturalista, la inocencia no depende de los genes ni de la edad y con frecuencia creciente es preciso conquistarla. Puede ser la de un paseante que ni siquiera sepa que la tiene, y que vea, lo disfrute y se aleje, con las manos en los bolsillos y pateando una piedrecilla, sin tener conciencia del milagro que ha ocurrido con sus ojos. Puede ser la de un anciano que sólo ahora esté conquistando la mirada limpia, la imaginación y la experiencia que se requieren para ver el arte: Inocencia y sabiduría, ahí es nada, o al revés.
Lo de la inocencia, no se crea, no es una palabra de esas que se ponen porque quedan bien. ¿Quién no se apunta a la inocencia? Sucede que apenas se sabe nada del crítico pero lo que sí se sabe, pues se ve tanto como el azul del cielo en un día sin nubes, es que debe ser inocente. No ignorante ni tonto: inocente. No mirar nunca de través, ni con gafas turbias de cualquier tipo, no exhibir su poder para alquilar su balanza, no acceder a pactos secretos para colocar adjetivos ante sustantivos demasiado débiles para aguantarlos, no regalar la fama, entre otras cosas porque la fama no depende de él. Si la regala, por un instante engaña a los otros, pero antes pretende el imposible de engañar a su espejo: en el instante mismo en que el crítico vende o alquila su idioma, o tan siquiera lo presta, ha dejado de ser crítico. Pues la primera condición del saber es la inocencia. Sabiduría, pues, porque inocencia. O al revés.
Este es el momento en que alguien podría proponer una sociedad sin críticos, sólo con gente que ve y luego se aleja con las manos en los bolsillos, pero todos sabemos que es una utopía: si no es frecuente que el crítico vea, menos lo es, para qué nos vamos a engañar, que esa mirada se produzca en una población con los ojos y la razón adocenados por la publicidad, el ruido, la moda industrial y uniformante, la religión del ángulo recto en arquitectura y la enseñanza de cajones, la infratelevisión (tres horas y media al día en España)…
La cuestión entonces renace, cobra impulso y se multiplica:
¿Quién tiene la mirada que ve y, en el supuesto de que no sea natural, cómo se consigue?
Este es el punto en que la discusión sobre la crítica estalla en otras mil, conocidas, relacionadas con la ética, la teoría de la relatividad y el arte de insultar a los árbitros, algo no tan minúsculo como pudiese pensarse pues sólo en la diferencia, incluso si es un insulto, se toma en cuenta al otro. En un mundo que le falta gravemente el respeto al ser humano con la muerte blanca de la uniformización –“lo importante es que hablen de uno aunque sea bien”, ya intuyó Wilde-, la diferencia con el otro es la primera condición del respeto por el otro. Cuando se reconoce su existencia.
Quizá no sea una ley –ha debido quedar claro que la crítica ha de tener pocas leyes, si bien son de vida o muerte-, pero intuyo que la mirada que ve es, casi por definición, la menos consciente de sí misma. La que primero mira sin juzgar, sólo esforzándose por comprender lo que le muestran. La que lo juzga luego con las propias leyes implícitas en la propuesta. Y la que sólo después lo hace dialogar con un orden dado, ojalá flexible y en el que las palabras dicen lo que significan, para producir algo nuevo. La que crea.