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Beirut: la reinvención de una ciudad

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La primera evidencia, en una ciudad en la que nada es obvio, pese a las apariencias, es que en Beirut ya no todo el mundo habla francés. Ni siquiera la mitad de la población, como asegura un taxista del aeropuerto, que no lo habla. Y eso pese a que los carteles están escritos en árabe y en francés, a un par o tres librerías internacionales con acento galo, y a diarios como L’Orient, que proclaman su “expresión francesa” e informan casi en exclusiva, como todos sus colegas, del sudoku de máximo nivel de la política de Oriente Medio.

Y cuando sí lo hablan, suele ser o algo lento o un poco anticuado (y más bello que el franglish tan abundante hoy). Tan seguro puede uno estar de que los viejos hablan francés como inseguro de que un joven lo hable. Todo lo cual sugiere que tal vez en Líbano el tiempo pase más rápido y con más cosas que en otros sitios. ¿Cómo se puede prescindir tan fácilmente de una lengua como el francés cuando ya se tenía? Tal vez viene de ahí el que toda la ciudad –casitoda– sea también un parque arqueológico con restos no siempre romanos y abundantes rastros de balas y de bombas.

En las ciudades de Oriente Medio cuesta elegir entre matices pues casi siempre se impone un trazo dominante, como si toda la ciudad montase una obra expresionista. En El Cairo, por ejemplo, hay que hacer un primer esfuerzo para descubrir esa ciudad continente tras la aduana del ruido y el polvo del desierto, que tiñe el mundo de color pardo. En Beirut… en Beirut es la guerra la que se impone, pero no sólo la que de cuando en cuando asuela la ciudad, como un accidente astrológico ya escrito, sino la diaria del tráfico y las motos.