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Barcelona y la luna

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Son varios los recuerdos intensos que tengo de mi infancia en Barcelona, adonde me llevaron con tres o cuatro años, pero quizá el que se impone hoy es el de, años después, el puente de un barco anclado en el puerto, una luna musulmana colgando encima de nosotros, y mi padre diciéndome: «En la vida hay que aprender a irse». Para entonces yo debía de estar entrando en la adolescencia. Él era una autoridad en irse, pues fue un nómada toda su vida, y esa fue una de sus grandes lecciones que he conservado.

Lo cierto es que no recuerdo de cuál barco se trataba, y las posibilidades son dos: o era uno de los barcos de línea con los que todos los veranos embarcaba rumbo a Mallorca y regreso -mi padre me acompañaba porque me mareaba en el avión en que viajaba el resto de la familia-, o el gran paquebote italiano, el Américo Vespucio, en el que iniciamos la siguiente gran etapa de la familia, en Colombia, donde había de pasar una larga e intensa adolescencia. Y fuimos en barco, uno de los últimos transatlánticos, porque se trataba de una verdadera emigración en la que llevábamos todos nuestros libros y hasta ollas y alfombras.

En realidad no importa de cuál barco se trataba. Lo importante era la lección a que daba lugar, y que asimilé con la fuerza de lo que se aprende muy pronto. Me he marchado no pocas veces en mi vida, y casi siempre sin mirar atrás (escribí incluso un libro titulado Historia de las despedidas) y, me temo, tal vez con un poco de crueldad hacia quienes dejaba detrás de mí. Más aún: tengo la teoría, esta surgida de mi propia experiencia, de que no hay que volver a los sitios en los que uno ha vivido intensamente pues todo regreso tiene muchas probabilidades de terminar en decepción.

Lo que ocurre es que rara vez se puede. No volver, digo. A Barcelona he vuelto en numerosas ocasiones a lo largo de los años -de hecho durante unos cuantos fue mi puerto de entrada en España-, sobre todo porque conservo primas y afectos, y por razones de trabajo. Y como es natural, vista la antigüedad de la experiencia, lo que ahora caracteriza la ciudad para mí es que está llena de fantasmas: todos esos familiares y amigos que armaban la ciudad, entonces, y ya no están.

Lo que más me extraña en estos regresos es que la ciudad no ha cambiado mucho y sin embargo es completamente distinta a lo que yo recuerdo. No ha cambiado, salvo en que ahora es mucho más grande y sin duda más lustrosa y elegante, a excepción de las zonas ocupadas por la chancla y los cruceros. Bueno, la Barcelona de mi infancia tenía las fachadas menos limpias pero también era elegante al modo señorial-arruinado que se llevaba un poco, a juzgar por las películas y lo que cuentan, en toda España.

Y quizá en toda Europa. Entre los intensos recuerdos de mis largos, eternos veraneos de tres meses en Mallorca figura la indudable división, o recelo mutuo, que había entre los veraneantes: los cuatro gatos que habían comenzado a llegar a las islas y a través de los cuales nadie hubiese podido prever la invasión actual, por millones, y que se mantenían separados en las playas: los ingleses, los franceses y los alemanes que, solo una década después de los cincuenta millones de muertos de la guerra Mundial, se observaban desde lejos en las playas olorosas a mar, a pino y a almendra.

Y lo que recuerdo es que, a través de mi padre y mi hermano, que armaba las pandillas de esos veraneos, mi casa y las eventuales reuniones que organizaban mis padres era un punto de unión de algunos de esos europeos, en reuniones a los que acudían también algunos amigos madrileños y andaluces.

Eran los tiempos en que las islas eran una prueba irrefutable de la existencia del paraíso, igual que la Costa Brava catalana, antes de su progresiva, sistemática, silenciosa, y me temo que definitiva destrucción por una o dos generaciones de constructores, albañiles y hoteleros codiciosos a las que nadie, que yo sepa, ha pedido cuentas. A ese escenario de una infancia no sé si feliz pero en todo caso luminosa sí que decidí no volver, cuando al regreso a España vi lo que habían hecho con él tras tan solo una década, los sesenta, de rapiña, destrucción y avidez. De ahí salió también otro libro, Fin del viento.

Aquella Barcelona significa también el comienzo del descubrimiento del mundo. Y cómo no. Y fue a través de una puerta discreta: la del liceo francés de la calle Munné, un chalé que era el más pequeño de los tres edificios en los que entonces se alojaba el colegio. Y allí se me comenzó a dar, y no tengo palabras para agradecérselo a mis padres, el inmenso regalo de una cultura extranjera -nada menos que el aprendizaje de que hay otras formas de ver el mundo-, y que además, por una coincidencia feliz, era la francesa. Un privilegiado mestizaje cultural que se añadía al que ya traía de origen.

Podría seguir recordando mucho, y quizá lo haga algún día, pero por alguna razón ahora también se me impone el parque del Turó, al final de la avenida General Goded, hoy Pau Casals, donde con mi hermano y mis primas bajábamos a patinar y hacer navegar pequeños barcos en el estanque de enfrente. Y que, pese al recuerdo de un frío húmedo como de Berlín -al neurótico invierno de Barcelona le debo no pocas anginas y, supongo, mi vida de lector, condición de la escritura-, siempre me pareció una joyita de parque, una delicada muestra de una ciudad que entonces era acogedora, civilizada y abierta al mundo exterior y al siglo XX. Y que pese al tiempo transcurrido vuelvo a echar de menos, como cuando me fui y todavía no había asimilado bien la lección del aprender a irse.