En A ciegas, título que es cualquier cosa menos misterioso y oscuro, Claudio Magris cuestiona varias convenciones de lo que se suele entender por novela, y en particular lo que podríamos llamar elmarco: qué es lo que sujeta una historia, qué la limita, qué la une a la tierra… y a nosotros, sus lectores. Y en su propuesta de pacto con el lector, que no otra cosa es la lectura, el escritor parece confiar sobre todo (parece porque nada es evidente en este libro) en la capacidad del lector de completar aquello que le proponen.
Aunque eso ocurre con cualquier lectura, en ésta se pide un esfuerzo suplementario a un tipo de lector que no puede ser sino el activo (“macho”) que Cortázar reclamaba frente al pasivo (“hembra”). Y los requisitos que se le piden es, primero, haber cursado los cuatro primeros años de una asignatura que podríamos llamar Antropología del Izquierdismo y Reflexión tras el Desastre, y segundo, aceptar, como sustancia del último curso, la alusión a todo ello, más que como una narración o una teorización, como un modo literario de reflexión. Viniendo de un ensayista, sobre todo –si es que tales distinciones tienen todavía suficiente relevancia en estos tiempos de escrituras mestizas-, esabúsqueda más que propuesta de una nueva forma de reflexión es quizá lo más interesante del libro. Que sin embargo me ha recordado sin pausa la melancólica conclusión de Faulkner según la cual toda obra de arte está condenada al fracaso y lo que hay que apreciar es la ambición que impulsa ese fracaso inevitable. Pues bien: en Magris, sin duda, la ambición es alta, al menos la de la idea del libro. No sé si tanto el humilde trabajo de albañilería que me parece indispensable en cualquier gran proyecto narrativo.
“A mí lo que me interesa es que se hagan las revoluciones, no quién las hace” (p. 60), dice uno de los dos personajes centrales de este libro bicéfalo (aunque también la definición de personaje es aquí problemática). Pero este programa que sin duda podría estar pleno de sentido común para un libro, no es tan evidente si se recuerda que, nada más empezar el libro, se dice: “… todo el mundo falsifica la revolución, borrones de rencor y mentira sobre quien ha intentado liberar el mundo” (p. 20) y, un poco más adelante: “no es culpa mía: con todas estas preguntas que se amontonan, también las respuestas se enredan” (p. 41), en lo que, sin pretender utilizar una trama para imponer una teoría, como se hace tan a menudo en la crítica, es lo que parece adelantar el contenido de la obra, o por lo menos la estructura: 92 capítulos, varios de una página, uno de ocho líneas –una vuelta de tuerca desde la misma estructura atomizada, pero mucho más informativa de El Danubio–, y cada uno de ellos con bastante autonomía, por no decir indiferencia, hacia cualquier cosa que pueda parecer narración o reflexión continuada sobre lo que se propone.
¿Qué? Pues –de un modo muy alusivo– ciertos momentos en la vida de dos personajes, mestizos y viajeros: Salvatore Cippico, que cuenta desde su vejez e internado en un asilo después de haber militado en el Partido Comunista, combatido en la guerra de España, pasado por Dachau como partisano y luego por otro campo por disidente comunista, antes de emigrar a Australia; y Jorgen Jorgensen, personaje con una vida no menos tumultuosa… y simbólica. Pero es falso resumir así trama y personajes pues tal resumen no tiene nada que ver con el espíritu del texto, que es sobre todo fragmentario y, con ciertos hallazgos poéticos, históricos y hasta humorísticos (irónicos sobre todo), parece eludir cualquier tipo de continuidad al uso y proponer esas ráfagas como densas y no tan densas parábolas. Y para contar, a su modo, el fracaso del idealismo solidario más aún incluso que el de la izquierda: “Desde hace tres mes meses el Partido, medida de todas las cosas, y la patria de los trabajadores sólo existen en la Mir, en esta nave que navega en los espacios infinitos, y en el espacio finito de mi cabeza, la cabeza de Seguei Krikalev, último y único ciudadano de la urss. Por consiguiente soy el Todo, el Partido, el Estado, hundidos en la oscuridad de mi papilla cerebral, lodo primordial en fermento, aguas fecundadas por los genitales de la revolución que allí arriba se ha castrado con su propia hoz” (p. 231). Ocurre que estas recreaciones históricas, en ocasiones evocadoras y poéticas, conviven con otras que no superan la mera erudición o el tópico, como las relativas al “No pasarán” de la guerra de España.
¿Qué es lo que hace que un escritor, y sobre todo uno que antes no lo ha hecho, se meta en un proyecto escogidamente hermético? Porque en A ciegas las tramas y personajes aquí esbozados conviven además con otras historias y personajes que sólo pueden reunirse en el relato de un demente, un anciano senil, o ambas cosas. Claudio Magris se emparenta aquí con los libros del editor Roberto Calasso (mitología, erudición y abstracción de la Historia), y dentro de una por otra parte abigarrada tradición hermética que va del Finnegans Wake de Joyce al Oficio de difuntos de Cela o a los edificios del contemporáneo David Foster Wallace, que a fuerza de ultrarrecontrahiperrealismo, y en enormes cantidades, terminan difuminando historia, personaje e intención, tesis o ensayo. No así con el hermetismo de un Samuel Beckett, por ejemplo, pleno de sentido, pese a todo, de humanidad y de humor. La lectura de este Magris me ha recordado –no llega tan lejos, pero me ha recordado– la esforzadísima lectura de los escritores del primer Nouveau Roman, cuando, hijos estructuralistas del marxismo, sus oficiantes pretendían degollar el personaje y la trama que definen la novela burguesa, producto definitorio por excelencia, a su juicio, de la sociedad que había engendrado y permitido Auschwitz. Bien, todo parecería indicar que tal revolución se reveló utópica, o por lo menos desbarrancó. Pero a juzgar por el escepticismo hacia trama y personaje, y sobre todo la pasión por contar con ideas, sin casi colores, emociones ni sensualidad, se diría que el frío, en Magris, se conserva.