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Uniformes por abajo

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En una de las más conocidas tiendas españolas de ropa no era  posible encontrar, en las últimas rebajas, prendas que no fueran de color gris o negro, o un sospechoso marrón arratonado. Literalmente: yo hice un día la prueba. Lo que inquieta bastante si se piensa que esa tienda es una de las más potentes, un éxito empresarial indiscutible y ya beatificado por la nueva secta de los adoradores del megadinero, y firma sus etiquetas en una docena de países. ¿Significa eso que en una docena de países (por lo menos) era difícil esta temporada vestirse de otra cosa que negro o gris? Pues sí: exactamente eso significa, como puede recordar quien haya intentado comprarse un jersey  verde, por ejemplo, o quien se haya  detenido a mirar la salida del metro en la parada de la Universidad de Madrid: nunca, que yo recuerde, los universitarios madrileños fueron tan uniformados, afirmación que suele ir acompañada de un sobresalto de indignación por parte de quien la escucha —»¡Cómo! ¿Acaso no vivimos el tiempo de las libertades?»—, seguida de la más palpable impotencia para demostrar lo contrario.

Quien dice universitarios madrileños puede decir holandeses o quiteños, como resulta evidente, y quien dice tienda de ropa —y aquí viene lo inquietante—, puede decir librería. Así ocurre en Londres, por ejemplo, cuyas legendarias librerías van cediendo la acera a las grandes cadenas, de una forma tan lenta como segura. Y con las grandes cadenas de libros pasa como con las tiendas de ropa, que no se les ve el rabo más que cuando uno pretende  comprarse un pantalón de leopardo, pongamos por caso. Lo encontrará sólo si los estrategas de la cadena han decidido que el leopardo es lo-que-se-lleva-esta-temporada, frase totémica que  repiten supersticiosamente todos los vendedores que en el mundo han sido y los periodistas de moda, y que se inocula con el biberón en las escuelas de mercadotecnia, que es como decir los seminarios de la nueva religión.

Es útil y revelador detenerse en las potentes librerías de esas grandes cadenas —y que al principio impresionan con sus disfraces de Biblioteca de Alejandría—, pues no hace falta mucho tiempo para darse cuenta de que editoriales,  escuelas literarias o simplemente sectas mediáticas, autores que venden mucho y géneros políticamente correctos (la  nueva tiranía) se van repitiendo de una forma tan ineluctable como las traviesas de una vía férrea. Y que en todo ese océano de libros en apariencia inabarcable, ausencias que no hace mucho no eran de recibo no sólo se producen con facilidad sino que además menudean. Más aún: no sin consternación se  comprueba que autores tan indispensables como un sofá en un salón o un  tenedor en un restaurante —y que son los que contribuyen a definir ese salón y ese restaurante— se encuentran en estas librerías, sí… pero en la sección de saldos.

Eso me pasó a mí este invierno en la sección de saldos de una gran librería —o mejor dicho: de una librería muy grande—, donde parecían haber reunido un apretado catálogo de autores indispensables para situaciones de emergencia: Camus, Saint-Exupéry, Sartre y, en lo que parecería una broma pero no lo es, Orwell y Huxley, dos de los autores que supieron ver a tiempo lo que se nos venía encima. (Saint-Exupéry también, dicho sea de paso, y me da que por eso no quiso volver de su penúltima  misión.)

Así las cosas no es extraño —lo ordena la misma lógica— que en una de las librerías de lance que consiguen sobrevivir en Charing Cross me encontrara una segunda edición de ¡Absalón, Absalón!, el misterioso libro en el que Faulkner desafía la posibilidad de certeza en la escritura, de su primera editorial y del año de su primera edición (1936)… por una libra esterlina: menos de la mitad del precio de los sándwiches de plástico con los que otra cadena da de comer a los empleados de la City, que los engullen caminando pues en las calles de la que ha vuelto a ser una de las ciudades más caras del mundo no hay ya casi bancos, no vaya a ser que los sin-techo se sienten, o peor, se acuesten. No es extraño tampoco que en esa ciudad absurdamente cara (en algunas iglesias se cobra por entrar y en las pizzerías se exige un consumo mínimo) me hiciese con un cargamento de libros formidables a precios irrisorios (casi me cuesta más enviármelos por correo), ni que un profesor de historia en una de las mejores universidades de las islas (y del mundo) me contara que tienen dificultades para encontrar jóvenes profesores ingleses: hay menos candidatos que  antes, pero sobre todo no dan la talla.

No mucho después, y en el mismo periódico que leía en un avión (el lugar ideal, pues pone las noticias en su sitio, y también los periódicos), me enteré de la muerte de Hundertwasser —el  austriaco que se rebeló contra la tiranía del ángulo recto y reclamó el derecho a ver distinto en arquitectura—, y de la magnánima decisión de los modistos de permitir que en la próxima temporada vuelvan los colores. O sea que entonces habrá que vestir de blanco.