MIRADA SORELA

Restas

Apartado: Siete años de Blog

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p.S
Menos héroes y monumentos que no se puedan distinguir,
recortados contra cielos siempre iguales.

Capítu(lo) (d)e (u)na (hi)storia

Podría ser en cualquier otro, pero comencemos la historia en el momento en que, pese a que el termómetro de la sala de juntas marcaba 21º, Manuel Y.T. Consejero Delegado de Unidos S-A., Manolón para los amigos, buscó un pañuelo y se quitó unas gotas de sudor sobre la frente: unas 23, casi 24 gotas. Y qué, se preguntará usted, por qué me hacen perder el tiempo leyendo esta tontería. Como si leer tonterías no fuese, junto con escucharlas o decirlas, nuestra ocupación más frecuente. Y además: Porque no era una tontería.

La prueba, que tres miembros del consejo se enjugaron a su vez sudor de la frente y bajo la nariz, lo que podría ser considerado el típico peloteo al jefe, que no admite distinción de clases. No fue el caso porque, en lugar de utilizar el pañuelo que muchos de ellos todavía llevaban en el bolsillo de la solapa, un quinto miembro del consejo, sin pañuelo, se secó el sudor con la manga de la chaqueta. Algo que no se hace en un sitio como ese, con todavía pañuelos en las chaquetas.

Nadie mencionó el incidente. Tal vez porque no se diesen cuenta o tal vez lo atribuyeran a la tensión en el aire. Pues no era una reunión más, en la que los consejeros se sientan un rato para luego cobrar un dinero con aspecto de herencia y más tarde se fuman un puro en un restaurante con estrella Michelín. Fue una reunión ejecutiva, para tomar decisiones. Quizá se intuyan si se cuenta que, al terminar el día, uno había escondido un cuadro de Picasso. Otro había estrellado en el garaje, uno a uno, los platos de una vajilla que por otra parte detestaba. El tercero había regalado a la asistenta un montón de lápices de mina blanda que guardaba en un cajón. Y otro había decidido pedirle el divorcio a su mujer. «Abandono», le diría al fin, «esto ya no da más de sí. Puedes quedarte con la casa. El coche. El barco. El Botero. Tu amante. Los reproches y todo lo que quieras. Eso sí: déjame la colección de jarras Doulton con los personajes de Dickens, recuerdo de mi abuela, y el palco del Real».

Bueno, ¿y a qué viene todo esto?, se preguntará tal vez usted, todavía. Si se fija, verá que lo que une a esos actos raros es que todos pretenden disminuir algo. Restar.

Y eso fue lo que sucedió: A las ocho de la mañana siguiente los primeros en llegar al trabajo -hacían méritos- pudieron ver que unos operarios trabajaban en el tejado de Unidos S.A. Sobre las nueve hubo que desalojar la última planta porque procedían a su demolición, sin avisar. Dos días más tarde ya habían rebanado tres plantas del edificio, y una semana más tarde, diez. Un poco los ritmos de Shanghai, pero al revés.

Y no, no vinieron a multarles del ayuntamiento. Muchos otros edificios de la ciudad habían comenzado a rebajar sus pretensiones. En la zona de Azca, que antaño se había llamado «El pequeño Manhattan», florecieron las bromas. «El Manhattan enano», fue una. Incluso «El Manhattancito» y «La aldea de las muñecas».

Bromearon poco. Pues al principio los desplazados de las plantas superiores se trasladaban a las inferiores y allí, mal que bien, les hacían un hueco. Algo incluso valorado por quienes buscaban conocer a las secretarias de otras plantas. O querían tan solo un poco de jaleo, cualquier jaleo. Que alguien le metiese un poco de vidilla a la rutina de los ordenadores. Los balances. Los pedidos y los pagos. En las oficinas, la rutina es más larga que en los desiertos y más seca.

Pero luego, descrestado por así decir el edificio, comenzaron los rumores de que eso tendría consecuencias, aunque nadie se atrevía a nombrarlas por su nombre. Y en efecto, las tuvo: llegó un día en que los empleados de las plantas desaparecidas se comenzaron a parecer, igualados a la fuerza por abajo, a los de la novena o incluso la tercera. Pronto no hubo forma de distinguirlos.

Más que el posterior, ese fue el verdadero desastre: que no hubiese forma de diferenciar a la gente. Pues no otra es la gran estrategia de la naturaleza para cometer sus crímenes sin castigo. A nadie le importa si una inundación se lleva por delante un hormiguero, una termitera, un rebaño o hasta una especie entera de mariposas o de arañas, cada hora desaparecen dos o tres. ¿Alguien distingue, no ya a una hormiga, sino a un pájaro carpintero de otro? Todos los hormigueros son iguales y esa es la razón de que las hormigas parezcan una versión de la eternidad. Más aún: de la inmortalidad.

Una vez conseguida pues esa transformación en una apariencia similar, un uniforme favorecido además por las modas, los grandes almacenes y las rebajas, lo demás fue fácil. Se convenció a los ciudadanos que vivieran en sesenta u ochenta metros cuadrados, lo que hubiese sido imposible con sus abuelos campesinos, por ejemplo. Que acudieran a ver partidos de fútbol de diez en diez millones de espectadores. Que fuesen incluso a conciertos de una música primitiva, variaciones de tres o cuatro notas entre fuegos de artificio también muy simples. Que comiesen lo mismo, algo que también habría enfermado a sus abuelos. Que se fuesen de fiesta los mismos días, hiciese alegría o tristeza, con el pretexto abstracto, cuando no imaginario, de que pertenecían a una misma tribu. Y ya la mayor transformación de todas: que tenían una misma religión, un golpe mayor del malabarismo de masas toda vez que, casi que por definición, cada hombre le habla a su dios mudo en un idioma inventado por él y que sólo él entiende. O se calla. Y al revés.

Una vez conseguido lo cual se comenzó a recortar la música: con menos notas aún, menos músicos, menos instrumentos y hasta menos música. El fútbol: sólo tres o cuatro equipos, con la idea de conseguir dos, y hasta uno, un ideal que de momento plantea arduos problemas técnicos. Menos fiestas, y agrupadas para cumplir con el objetivo del hormiguero y el atasco en las carreteras y los sitios de vacaciones. Menos idiomas -inglés, castellano, árabe y chino, sólo esos quedarán, y sólo si se esfuerzan-, e idiomas con menos palabras y más simples: menos verbos y más adjetivos, los verbos producen ideas y no dan más que problemas. Menos ropa y más vaqueros y uniformes. Menos países… o mejor dicho, más países si se quiere pero más pequeñitos; países más aldeanos. Menos héroes y monumentos que no se puedan distinguir, recortados contra cielos siempre iguales.

Y en ese punto estamos. Intentan convencerme de que le ponga menos «yo» a mi vida. Que acepte ceder un poco y me resigne. Que no sea egoísta y lave con agua caliente mi pensión, para encogerla. Cuanta más pensión cobre yo, me dicen, menos habrá para los demás. Mi egocentrismo es antisocial. Que de momento vaya ahorrando en «yo», me sugieren, pues el «yo» es el padre de todos los problemas.

Y yo quiero. Sí. Arrepentido de mi avidez, avergonzado de mi ombligo, estoy dispuesto. He accedido a abdicar de mi pensión siempre y cuando me dejen escribir. Aunque sea aquí: escritos de aire que ni siquiera yo puedo tocar. No puedo hacer otra cosa, no sé. Ellos me han respondido que escribir y ceder son actos opuestos. Irreconciliables.

Ontológicamente incompatibles, que hubiese dicho un profesor que tuve. Aunque tampoco hay ya profesores de esos.