MIRADA SORELA

Por el escote de la princesa

Apartado: Siete años de Blog

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Casi un siglo de reinado sobre un imperio menguante..

Hija, nieta, sobrina y vecina de adictas que la educaron con revistas de porno rosa sin ser acusadas de corrupción de menores, Raquel no era tonta ni lista, normal, pero logró acertar con el tipo de vestido y el escote que llevaría en su boda la futura reina de Inglaterra. Y en consecuencia, la revista Hola, principal patrocinadora de ese «megacontecimientouniversaldelsiglo» la premió con un pase para la boda y una entrada para acudir al baile durante las primeras dos horas. Pasadas las cuales tendría que marcharse pues los casi dos mil reyes, magnates, futbolistas y grandes corsarios invitados «también tienen derecho a su intimidad», según había dicho el heraldo de la casa de Windsor.

Así que un abogado con un gran diamante en la corbata le hizo firmar un contrato: las ocho marcarían el límite -«the dead line»– y tendría que irse a caballo de las campanadas del Big Ben. Y la condición, por supuesto, era que no revelase, ni corrupta, ni sometida a tortura por las comadres de las tertulias de la televisión, el escote del vestido de la novia: esa era parte de la exclusiva por la que Hola había pagado una cifra casi futbolística. Revelar el secreto sería considerado alta traición. No sólo convocaba a la mala suerte sobre la dinastía reinante sino que hacía efecto llamada del tifus de los paparazzi de los tabloides. Raza, se recordará, que casi se había cargado la monarquía, no hacía mucho, contando qué quería ser y dónde quería estar el príncipe heredero, según se lo decía por teléfono a su otra novia. Una conversación que no podía ser considerada alta política o asunto de estado ni en una novela de Salman Rushdie. Annus horribilis, dijo entonces la anciana Reina, abatida, bajo el puntiagudo gótico inglés de Westminster. La corriente fría del Támesis se colaba bajo su capa de armiño y añadía peso a casi un siglo de reinado sobre un imperio menguante, ya próximo a las dimensiones del reino de Gulliver, y de matrimonio con un señor muy gallardo que tenía sesenta años en el momento de nacer. Y ya entonces iba peinado con gomina.

A Raquel no le gustó pero aceptó que le impusiesen el vestido, otro patrocinio de una marca de modas que firmaba con grandes letras en lugares que no hacía falta subrayar, y se bajó del taxi sujetándose la pamela frente al viento. No le permitieron buscar su asiento y la condujo un ujier en quien reconoció a un compañero de colegio, que sin embargo se negó a saludarla: ¿sería eso el esnobismo?, se preguntó. O tal vez era delicadeza, no la querría poner en evidencia.

Se dio cuenta de que la sentaban en la última fila, junto al agente de viajes que había acertado con la quiniela de las escalas de dos años de luna de miel. La maruja que adivinó el precio del regalo más caro, una bandeja de platino con el escudo Real entrelazado, en diamantes, con el del Manchester United, en rubíes. Y el gourmet que dio con el menú del banquete. Todos juraron secreto, discreción, lealtad a la Corona.

Tal como había soñado… pero no exactamente: los invitados eran los que salían en las revistas, aunque, «no sé», se dijo Raquel, en aquellas parecían un poco más vivos y aquí un poquito amuermados. Un efecto del photoshop, sospechó, aunque lo que pasaba era que aquí se les veía de cerca un tedio para el que todavía la ciencia no ha encontrado ni una cremita. No lo pensó mucho y se dijo que cualquiera de las lectoras del Hola daría una pensión de divorcio por sentarse allí y hacer la reverencia de pleitesía que confiaba poder hacer en algún momento. Las de Diez minutos y las otras revistas ni jugaban en el mismo campeonato. Y para qué hablar de las comadres de las tertulias, paletitas que decían «los royals» y «las celebrities». Sólo ese pensamiento le hizo sentirse de clase alta. De la gentry. Un comentario a su vecino le salió ya con acento, casi, de Mayfair.

Le molestó que entre colas y seguridad se le fuera la mitad del tiempo -ninguna reverencia aún- mas su colega el broker le dijo que no perdiese el tiempo amargándose, y que si en media hora se podía ganar una fortuna, mucho más disfrutar una fiesta con miles de invitados. «Lo que importa es la cantidad», dijo.

Y ahí fue donde se demostró que la Bolsa especula. Ni en media ni en una hora Raquel pudo ver ni a la mitad de los invitados a quienes había proyectado acercarse y oler -llevaba una chuleta para que no se le olvidase nadie-, y cuando sonaron las ocho campanadas, pensó que eran las siete. Un error minúsculo de los que construyen la Historia.

Quiso cumplir y se dio prisa, y hasta corrió y perdió, incluso, un zapato, pero la explanada de la fiesta era grande y los bailarines le hicieron de obstáculo. A las ocho y uno, con ella todavía bajo la carpa del bodón, los invitados ya se habían empezado a soltar la intimidad y en lugar de príncipes y tenistas Raquel se encontró con algo que había temido, a ráfagas, pero hundió en su inconsciente para que no le chafara la fiesta: De pronto a los reyes y estrellas del celuloide les habían salido escamas, grandes pezuñas, picos agudos y miradas ya muy rapaces por los primeros whiskies. Su vecino el broker intentaba adivinar cómo podría escurrirse entre las patas de un Tiranosaurus Rex que a todas luces le quería sacar información privilegiada de la Bolsa. Y ella tenía que pensar, pensar rápido, qué excusa le podía poner a un príncipe peludo que se dirigía hacia ella, apenas cubierto con la piel apestosa de un oso y un hacha de piedra, con toda la intención de agarrarla del pelo y cobrarse algún tipo de pernada. Y tal vez antes, otro día, en otra fiesta, pero a Raquel, por alguna razón, ahora ya no le apetecía.