MIRADA SORELA

Nadando en el espejo de Susan Sontag

Apartado: Siete años de Blog

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p.S
Durante algún tiempo pensé que Susan Sontag
era la persona más inteligente que había conocido.

Durante algún tiempo pensé que Susan Sontag era la persona más inteligente que había conocido. Sólo traté con ella una hora, pero qué hora. La impresión fue tan fuerte que al final titulé la entrevista que le había hecho: «¡Todo es tan interesante!», a cuatro columnas. Sin duda ella había dicho esa frase, como es ocioso precisar, pero en cierto modo esa cita directa reflejaba más mi entusiasmo de ese día, creo, que el suyo.

Y eso que el suyo era grande. Vital. Permanente. Ya había superado el cáncer una vez -de hecho me regaló su libro «Illness as a metaphor» con un reciente añadido referido al Sida-, pero aún así, o quizá por eso, vivía el doble que los demás, o el triple. Días después de su visita a España me encontré con la antigua actriz que le había servido de guía por Madrid (y lamento no recordar su nombre, era una mujer muy agradable), y me dijo que tras la marcha de Sontag había tenido que guardar cama, exhausta. Porque, además de atender a periodistas, con lo pesado que puede ser atender a todos los medios de Madrid, durante un par de días o tres Susan Sontag había devorado medio museo del Prado, como el Saturno de Goya, y se había documentado en flamenco y esa cosa gaseosa llamada la «noche madrileña» como para escribir un libro.

Bueno, tal vez era que No había atendido a todos los medios de Madrid. Ella ya me había explicado que por principio no comparecía en televisión, en lo esencial -aunque no es tan simple- por considerarla un instrumento de falsificación y la antítesis de lo literario. Lo que es además una muestra del carácter enérgico que tenía, por no decir valiente. Debe de haber alguno, que no conozco, pero pocos escritores rechazan una aparición en televisión.

Y es que además -me contó la guía-, nada más terminar conmigo, a las diez de la mañana, en la ronda de entrevistas en el Palace (adonde por entonces llegaban muchos escritores para promocionar sus libros), Sontag recibió al siguiente periodista, de otro periódico nacional… y al cabo de diez minutos lo despidió diciéndole que ella no estaba allí para contestar preguntas idiotas. Literal. Y se marchó. Y dejó colgada la rueda de entrevistas prevista a continuación.

Como es sabido, en sus campañas de publicidad los escritores no suelen comparecer en ruedas de prensa sino que atienden a los medios a razón, ahora, de media hora cada uno. Y así todos terminan teniendo algo parecido a «una exclusiva», valor fuerte en el parqué periodístico, aunque son raros los escritores -y lo digo también por mi experiencia-, capaces de construir cuatro o cinco entrevistas individualizadas a lo largo de una mañana, algo que además depende de la formación del periodista. Y en tantas ocasiones que da vergüenza decirlo este ni siquiera se ha leído el libro. Que eso sea aceptado y hasta propiciado por algunos redactores jefe da una idea del nivel del periodismo cultural hoy en España. Recuerdo que, en ocasión parecida, Stephen Vizinczey despidió a otra periodista cuanto esta le lanzó la clásica excusa de que «no había tenido tiempo para leerse su libro». «Pues vuelva cuando se lo haya leído», le dijo, otro valiente, autor de Verdad y mentiras en la literaturaY para qué hablar de los ganadores de premio, que tienen que atender a docenas o hasta cientos a lo largo de campañas muy largas, y esa es una de las razones por las que se convocan tantos pues la palabra premio produce reacciones inmediatas en las papilas gustativas de los periodistas. En esos casos de entrevistas en la cadena de montaje yo solía pedir una hora entera, como se hacía antes y que es el tiempo mínimo para una entrevista digna del nombre, me parece, y se me otorgaba porque escribía en un diario poderoso.

Pasó el tiempo y el puesto de persona más inteligente que había conocido fue ocupado por alguna otra, y pasó más tiempo y con él me llegó una mayor capacidad de perspectiva, y comprendí que es un tanto juvenil calibrar la inteligencia de una persona a través de una hora de conversación, y más aún para caer en el infantilismo del podio de ganadores: «El más» esto y aquello, una muletilla que por lo general sustituye al juicio crítico y resuelve un titular. La enfermedad contemporánea del resultadismo, que suele encajar con otras enfermedades contemporáneas, el patrioterismo y la industria identitaria.

Y luego, la memoria, que es muy novelista y se aburre si se la deja en el mismo sitio, me ha ido mostrando aquella entrevista encendiendo otras luces del escenario. Privilegios del tiempo y del teatro, es asombroso lo que puede cambiar una luz.

Por ejemplo: ¿Habría suspendido Susan Sontag la rueda de entrevistas en el caso de que todavía faltase El País? ¿Mi entusiasmo habría sido el mismo en el caso de que la curiosidad de Sontag no me hubiese incluido también a mí? Quiero decir, nada más empezar, a las nueve de la mañana, Sontag empezó a hacerme preguntas sobre mí, y sobre las nueve y veinte tuve que interrumpirla y decirle: «Escuche: usted es la entrevistada y yo el entrevistador, y si no me deja aprovechar la siguiente media hora, me echan del periódico». Sontag se rió y se dejó preguntar. ¿Y habría tenido la misma impresión de que se trataba de la persona más inteligente… si no me hubiese llegado un comentario suyo elogiándome en una cena con mi director? Sin duda tendemos a tener en alta consideración la perspicacia y hasta brillantez de quien se interesa por nosotros y nos elogia, ¿no?

De eso se trataba, he ido concluyendo: Susan Sontag era sobre todo brillante, y la brillantez no es exactamente lo mismo que la inteligencia. Y a esa idea he llegado también después de haber leído varios de sus libros, memorables en ocasiones, como La enfermedad como metáfora, y en ocasiones menos, como Contra la interpretación (título brillante que no cumple lo que promete), On photography, que se terminó cayendo de mi seminario de doctorado, en la universidad, cuando comprendí que, más que un ensayo, era sobre todo una colección de nombres propios de las galerías de arte de Manhattan. Nada que ver con una reflexión como La chambre claire, de Barthes, o los varios textos al respecto de Berger.

Aunque esas distinciones no importan aquí demasiado. Brillante o inteligente, y en todo caso una mujer excepcional cuya mejor obra era tal vez la oral, como a veces ocurre con los escritores, a mí el recuerdo de Susan Sontag me plantea el problema del entrevistador seducido. O cómo un periodista queda arrollado por la inteligencia, la belleza, la leyenda de su entrevistado -elíjase la razón, puede haber muchas-, y termina escribiendo para reforzarla. Y se convierte en un eslabón más en la cadena de montaje de los clichés.

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