DICEN DE ÉL

Maria Jesús Casals

Apartado: Despedidas

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Buenas tardes:

Muchas gracias, estudiantes, profesores, sus amigos y amigas y muy especialmente a sus seres queridos, por estar hoy aquí recordando a Pedro Sorela.

Pedro nos ha dejado sin apenas despedirse, fiel a su íntimo pudor que bien conocíamos. Estoy aquí representando a mis compañeros y compañeras del Departamento de Periodismo I, tal vez porque él y yo éramos los más antiguos, más de 35 años compartiendo curso tras curso nuestras experiencias docentes. Tanto tiempo juntos, tanto tiempo constatando el paso del tiempo hace muy penosa su marcha. Es difícil asumir que no nos encontraremos más por ningún pasillo, aula, despacho, con un café, o en cualquier rincón de esta facultad nuestra. Estamos hechos para creer que la rutina nos ancla en este mundo, que estamos bien fondeados en nuestros puertos. Pero un día, cualquiera de nosotros larga las amarras para emprender el viaje sin regreso. Es triste. Es el gran vacío de la ausencia.

Pedro Sorela fue periodista y luego, por elección y vocación, escritor y profesor. La lectura era su pareja inseparable, a la que le fue fiel y reclamaba la misma fidelidad en quienes le acompañaron en esta vida. Leer era su principal exigencia docente. Desde el primer día de clase les daba a sus estudiantes una lista de libros que debían leer durante el curso. Eran obras de autores que él creía esenciales: Faulkner, Flaubert, Camus, Capote, Primo Levy, García Márquez, Borges, Sthendal, Shakespeare, Proust, Saint- Exúpery… Leer… ese es el principio y también el fin, porque la lectura es insaciable, siempre más, más tiempo, más libros, más goce. La lectura como alimento, como viaje siempre iniciático, como experiencia y como manantial de conocimiento.

Pedro Sorela, escritor y profesor, tuvo una vida para él sencilla pero también, como tantas veces me dijo, privilegiada: leer, escribir, enseñar. Y, de vez en cuando, viajar. No pedía más. Creyó que había conquistado lo esencial. Y, sí, era lo esencial.

Con esa idea de lo esencial impartió su docencia a los futuros periodistas. Quería que sus alumnos y alumnas escribieran bien, y eso requiere mucha exigencia y mucha dedicación. Porque la buena escritura es discernimiento, es crítica y autocrítica, es observación, es interés por el mundo, por el otro, es audacia. Por eso Pedro Sorela fue enemigo de inútiles recetas en sus clases de redacción periodística y estimulaba, empujaba, aguijoneaba a aquellos estudiantes que mostraban una ambición y sensibilidad hacia la escritura. Muchos de sus antiguos alumnos no le olvidarán. Tampoco nosotros, sus compañeros.

Pedro Sorela buscaba como lector, como escritor y como profesor, la simplicidad de lo esencial. Creo que ese fue su aprendizaje en esta vida. Buscar y encontrar la esencia de la escritura. Dijo Baudelaire que «el trabajo diario servirá a la inspiración, como una escritura legible sirve para aclarar el pensamiento, y como el pensamiento calmo y poderoso sirve para escribir legiblemente, pues ya pasó el tiempo de la mala letra». Estar contra el tiempo de la mala letra, como quería Baudelaire, era la rebeldía particular y diaria de Pedro Sorela.

Por eso Pedro tenía otra lección que enseñar a sus alumnos y de la que me habló en muchas ocasiones: la de aprender a mirar. Decía que la mirada poética es un don, pero siempre la mirada limpia es escritura. Y escribió en su blog cómo conquistar día a día la mirada limpia con estas palabras y esta advertencia:

«Y sin que nadie nos diga que es algo muy delicado que hay que preservar y alimentar sin pausa con dibujos, canciones, poemas y viajes y conservando la virginidad de la mirada, aunque ya haya mirado mucho, y sacándole punta a los ojos todos los días. No sé si me explico. Ese, siendo lo más importante, es quizá el secreto mejor guardado. Quizá precisamente porque es lo más importante».

Así era Pedro. El paso del tiempo aclaró su mirada, como aquel verso de Baudelaire «¡Mis ojos, grandes ojos de eternas claridades!». El paso del tiempo le hizo coincidir con Joyce en que lo que importa no es lo que uno escribe, sino cómo escribe. Y con Flaubert, en busca de la palabra justa. Y con Ezra Pound cuando afirmó que «el esmero es la única convicción moral del escritor».

El esmero, la claridad, la mirada, esa visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato, como decía Rimbaud.

Querido Pedro: gracias por todo. Por tu amistad, por tus conversaciones, por tu risa franca, por tu docencia, por tu escritura, por tus ojos de eternas claridades, por haber compartido tanto con nosotros. Nos has dejado casi sin avisar, no eras hombre de despedidas. Amabas la vida. Pero un día, el pasado 18 de abril, emprendiste tu viaje, tal vez con el recordado y valiente y decidido verso de Baudelaire: ¡Oh Muerte, vieja capitana, llegó la hora, levemos anclas!.

En nombre de todo Periodismo I, ¡hasta siempre, querido Pedro, querido, muy querido compañero!

Y gracias de nuevo a todos vosotros por estar hoy aquí, recordándole.