Fin del viento
Editorial: Alfaguara
Año de publicación: 1994
Nº de páginas: 182
Resumen
¿Qué hacen sobre el acantilado? ¿Por qué han encendido hogueras y quién es ese hombre de barba roja que se pasea entre ellas? ¿Por qué hay mujeres, niños, un anciano ciego? Y en el mar, ¿por qué esos dos yates, el «Guitarra», y el «Zeta», se acercan lentamente?
Crónica de la escondida gestación de una guerra, sátira de la arquitectura perversa y el turismo salvaje, retrato de personajes que recordaremos, como Och el Terrible, Geneviève y su loro Convoy, la invisible Lola o el astuto Ras, Fin del viento, la tercera novela de Pedro Sorela, cuenta una épica posible en la Europa mezclada del siglo XX, y perfila después de Huellas del actor en peligro y Aire de Mar en Gádor –«primera novela de asombrosa brillantez», según Stephen Vizinczey en The Observer–, una de las propuestas más personales de la narrativa española de los últimos años.
El autor comenta
Recuerdo que Sealtiel Alatriste, el editor de Alfaguara en México, fue a buscarme al aeropuerto para llevarme al hotel Camino Real, en el D.F., que el mes anterior había alojado a la Reina de Inglaterra. Aquí hay una confusión, pensé, y le dije: «Sealtiel, el precio de este hotel no lo vas a recuperar ni con las ventas de esta novela, ni con el de todas las demás juntas».
Sealtiel se rió con el entusiasmo repleto de significados que le caracteriza.
–Es que esto no se mide así, me dijo.
Tardaría en comprender qué quería decir, entre otras cosas porque, por la más radical de mis novelas, fui entrevistado veinticinco veces en una semana, y varios periodistas no sólo se habían leído la novela -toda una novedad, para un escritor que atienda entrevistas en España–, sino que además parecían comprenderla.
Esta tercera novela, en cuya divulgación mis editores se esforzaron bastante al consolidarme como autor, fue seguramente la que secó en torno a mí el cemento de una reputación de escritor difícil que no se corresponde con la realidad. Es una novela que sin embargo gusta a los exigentes. «Puro lenguaje y ¿acaso no se trata de eso?», dice de ella un traductor francés amigo empeñado en encontrarle editor en Francia.
Yo vi la novela con las emocionantes imágenes de los rumanos derribando a Ceaucescu, quizá el tirano más grotesco de su tiempo. «Todavía son posibles las revoluciones», me dije como quien recibe una revelación, y de forma inevitable -cada cual tiene su tirano- me vino la imagen de una revuelta contra algo que no ha dejado de obsesionarme: la destrucción de la costa mediterránea española -catalana y balear-, el lugar irrepetible de los veraneos de mi infancia. Y destrucción no sólo por la especulación sino sobre todo por el mal gusto que ni siquiera la intuye. Algo que a distancia resulta por completo incomprensible.
Así que, todavía habitante (esa es la palabra) de una concepción radical del artista, que sólo tendría que darse cuenta a sí mismo de lo que hace, me propuse dos experimentos que hoy me parecen épicos, por decir algo. Contar la novela épica de una revolución, pero desde la óptica de una primera persona y no con los recursos de un Tolstoi omnisciente.
Y además –esto es lo de verdad arriesgado– prescindiendo de las ventajas de la primera persona: emociones, biografía y recuerdo, visión y narración subjetivas con las que se pueda identificar el lector. Además, no contar la revolución propiamente dicha sino sus preparativos. Y ello por la constatación de que por lo general no me interesan los medios y finales de las historias -a menudo el climax oficial-, sino sus comienzos: sobre todo, cómo se gestan, como se preparan. No cuándo cae el tirano sino el primer momento, el de los héroes.
El héroe es Rodrigo, uno de los huérfanos propietarios de Gádor en «Aire de Mar en Gádor», veinte años después, pensé que tenía los ojos y la piel necesarios para comenzar una revolución, sobre todo, contra la zafiedad.
Un antiguo editor y amigo leyó el manuscrito y me dijo: «El urbanismo no es materia ni de revolución ni de novela».
Fragmento
El viento sigue, en los oídos y en el fuego, pero nadie le hace caso. Se diría que es la música de fondo de la cólera, la alegría tal vez, que nos mantiene aquí en Lo Alto, quince horas ya, indiferentes al rocío, la noche, indiferentes a presagios y amenazas.
Pronto amanecerá y sin embargo pocos duermen. Tolker custodia el fuego más grande, en el borde mismo del acantilado, y sus ojos azules abiertos sobre el mar parecen dar la réplica al faro del Perro, cuyo brazo nos alcanza cada diecisiete segundos. Al comienzo golpeaba en los nervios, tensos por lo que creíamos iba a ser un ataque inminente, luego nos fuimos acostumbrando, y ahora, ahora que se acerca el día y el peligro con él, el faro parece un aliado que va descontando el tiempo de espera: casi me es necesario ver el paso de su inevitable brillo azul en los ojos fijos de Tolker.
También él sonríe, como varios de nosotros, un tipo de alegría que nunca le había visto. Siempre sonríe, Tolker, con el suave egoísmo de los ciegos, que parecen ver lo que los demás no podemos; entonces sonríen compasivamente.
En Lo Alto arden tres fuegos –dos un poco más alejados del borde, como alas del que Tolker custodia–, y en la plaza de los Locos, otros dos. Fátima y Bruno se empeñaron en encenderlos por si venían por mar, aprovechando la noche, algo en extremo improbable. Allá abajo se les ve, o mejor, se les adivina, siluetas casi siempre inmóviles entre las sombras que crean sus fuegos ya menguados a los dos lados de la playa.
No estoy demasiado seguro de que su trabajo haya sido inútil. Lo cierto es que calentaba el corazón verlos bajar por el precipicio, armados cada uno con una antorcha como si marcharan a una guerra. Todos sabíamos que no corrían peligro: Fátima y Bruno podrían bajar la pared con los ojos vendados, incluso en noches sin luna como ésta –estuvo sólo un par de horas, desgarrón en un cabaré de lentejuelas-, y con las piedras resbaladizas por el viento húmedo.
Supongo que eso es lo que querían Bruno y Fátima, impacientes como un perro a la vista de una escopeta: una guerra, una misión, un riesgo. Incertidumbre. Pues bien, ya la tienen: sus fuegos, amenazados por el día inminente, parecen columnas de la fortaleza sobre la que se eleva el acantilado, y nosotros encima, con nuestro vigía ciego y nuestros fuegos.
Aunque ¿fortaleza? Habrá que verlo
Ellos saben que no tenemos fortaleza, y que no hayan atacado aún podría indicar su temor de que con nuestra rabia la lleguemos a tener. El viento entra con las olas en la plaza de los Locos –olas largas que oímos venir de lejos en un sordo gruñido-, trepa por el acantilado sin reparar siquiera en los tres o cuatro matorrales que intentan resistirle, y luego corre libremente sobre Lo Alto, silbándonos al oído y avivando el fuego antes de escurrirse al sur por el pinar o encaramarse por el norte hasta Lo Cruz. No hay fortaleza, pues, que se pueda oponer siquiera al viento, como no seamos Candela, Urruz, Gerges, Tolker, que distinguirá el día cuando griten las gaviotas… Fátima y Bruno allá abajo, vigilando una pared, y alguno más que olvido, desperdigados entre las hogueras, todos lo bastante furiosos como para creer que si actuamos juntos podemos impedir que lo consigan.
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