Una acción en apariencia inocente como escarbar en una vieja biblioteca de películas, en un rincón más bien olvidado de mi casa, puede resultar muy reveladora. Por la sencilla razón de que una buena parte de ellas, clásicos que en su día consideramos indispensables en la formación de cualquier persona alfabetizada, son hoy en día inencontrables: Fellini, Kurosawa, Welles, De Sica, Lang, Rohmer, Buñuel (el mexicano), Renoir, Bergman… en fin, ya saben. Los únicos que las televisiones y el cable todavía programan por las esquinas, y casi siempre en copias sin derecho a versión original con subtítulos (España es famosa por la censura cultural del doblaje), son los clásicos del gran cine de western de Hollywood: Ford, Huston, Hawks, Mann… Magnífico cine, cierto, pero ya me lo sé de memoria, igual que un chico de hoy con las películas de galaxias.
¿Qué es lo que diferencia ese cine? ¿Por qué lo añoro? Pues aparte de la calidad, porque era distinto, lo que quizá sea un pleonasmo. No solo distinto de lo que hacemos hoy. Distinto de lo que se hacía entonces. Aunque quizá esa sea la condición del arte. Y el por qué no encontramos hoy algo similar (salvo excepciones: Kieslowski) nos arroja a uno de los temas de nuestro tiempo, el desierto único.
Cuidado, no estoy diciendo que no se hagan. Estoy convencido de que en algún lugar se hacen, películas y libros para adultos que no quieren resignarse a ser dianas comerciales de Oscares o de premios literarios con antifaz. Lo que digo es que no es fácil encontrarlos, en ocasiones imposible, ni siquiera a través de los nuevos dioses de los que según dicen es imposible escapar, Amazon e Internet. No es cierto. Aunque a mis alumnos les cuesta creerme, en Internet hay que trabajárselo mucho para ir un poco más allá del abc de cualquier cosa. Y lo que se encuentra es casi siempre decepcionante. Normal: si los buscadores lo proponen en primer y hasta en vigésimo lugar es porque se trata del mínimo común denominador de los clic y los me gusta, una especie de nueva dictadura del número, más poderosa, aunque suene a titular de periódico malo, que ninguna otra de la historia.
Todavía recuerdo cuando, recién muerto Franco, el escritor exiliado Ramón J. Sender comentó en una conferencia en Madrid la suerte que teníamos porque, a diferencia de Estados Unidos, donde él vivía, aquí aún se diferenciaba entre los éxitos populares y los libros que, sin grandes ventas, merecían la pena, y en los periódicos se hacían las correspondientes listas. Bueno, como es notorio, ya no. Sin duda que se escriben buenos libros populares y, según sabemos por los del mundo anglo, se hacen a veces excelentes series y películas. El problema es que permitimos que borren o marginen a los demás. Y si lo pone en duda, intente ir a una librería y encontrar el libro que merece la pena y no está en alguna lista por la razón que sea. Y además, ¿cómo hacerlo sin tener una formación e información de algún modo especializadas?
No se trata únicamente de La Cultura, el terreno donde por lo general se escuchan este tipo de lamentos. Coja algo en apariencia tan inocuo como los coches. No sé a usted pero a mí me parecen todos iguales, con independencia de los aparatitos que, según la publicidad, que evito, van a darnos un modelo de felicidad superior al de antes. Nunca he sido muy aficionado pero me parece que en otras edades del automóvil la oferta era más variada y cada cual podía encontrar, muchas veces, un diseño que fuese más con él. Traslade esta reflexión a la ropa -«en esta temporada se llevan el negro y el blanco», me dijo una empleada cuando un día mostré mi extrañeza porque en cierto gran almacén solo había ropa de esos colores-, y por supuesto a la vivienda. Cómo es posible que aquella religión del ángulo recto de Le Corbusier y los funcionalistas, y que por supuesto se apresuraron a comprar los constructores y los arquitectos a sus órdenes, pues les ahorraba mucho dinero, prospere todavía y un siglo después sigamos considerando que lo normal -¡y apetecible!- es vivir en las celdas de enormes colmenas-cajas de zapatos, y con la única razón de la supuesta superioridad del ángulo recto sobre el adorno. Y que la gran arquitectura de nuestro tiempo consista en poner en pie edificios con forma de kilómetro.
Para qué hablar de la industria de los viajes, los vuelos baratos y los cruceros, que ya llevan un rato resumiendo el mundo en parques temáticos, para beneficio de los tenderos y los alquiladores de pisos con el aplauso de los alcaldes y el silencio de los periódicos.
Si yo tuviese que inventar algo, me centraría en proponer diferencias. En busca del individuo. La utopía del siglo XXI.