MIRADA SORELA

La mentira más gorda con menos palabras

Apartado: Siete años de Blog

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La suerte, mucha suerte escrita al comienzo de mi destino, quiso que yo tuviese una infancia de piloto de avión, y el colmo, como si me hubiesen premiado, que desde el principio tuve que hablar y aprender en tres o cuatro idiomas, como si hubiese sido un habitante de Babel. Baste como anécdota que mis primeras palabras fueron en italiano (vivíamos allí), y que sin saber que yo sabía, veinte años después, sin haber regresado nunca, entré en una  gasolinera de Veintimiglia, en la frontera entre Francia y Italia, y en perfecto italiano (en italiano, no en eso que suele pasar por tal) pregunté dónde se encontraban los servicios. Que de mí saliera una frase coherente, que un minuto antes yo no hubiese confesado conocer esa frase así me matasen, y que -lo más sorprendente-, que el empleado me contestase en un no menos perfecto italiano y sin mostrar la menor la extrañeza porque yo lo hablase figuran entre las grandes sorpresas de mi vida.

Los filos de los idiomas no dan para un libro sino en todo caso para una enciclopedia. Se pueden abordar desde infinidad de esquinas, y lo más probable es que el debate quede colonizado de inmediato por todos los tópicos, que son muchos y se agarran como percebes gallegos a la roca, en Navidad, mientras suben los precios. Yo en esta ocasión lo traigo para combatir esa extendida superstición de que el aprendizaje de los idiomas ocupa sitio. Que unos y otros se molestan y hasta se excluyen mutuamente. Y que de todas formas para qué seguimos esforzándonos si al final -tal vez ya estamos ahí- terminaremos todos hablando en inglés.

El aprendizaje de los idiomas refuerza de modo inmejorable esa superstición todavía mayor de para qué esforzarse en hacer deberes fuera del aula. Puesto que está demostrado hace mucho, dicen, que estos no son más que las coartadas que profesores muy planos han encontrado para, una y otra vez, reducir a sus alumnos a los niveles de su propia mediocridad y el mínimo común denominador de la nueva sociedad tecnológica.

Y aquí, lo siento mucho, es el momento en que oigo la frase triunfante de nuestra era en España, esa según la cual «esta es la generación mejor preparada de la historia», momento en el que, como si me hubiesen abducido, me entran ganas de coger un revolver y diparar, como le sucedía a Goebbels cuando oía la palabra «cultura». No es posible, me asombro cada vez, decir una mentira más gorda con menos palabras. Ni siquiera una mentira: una falsificación, y nada inocente.

Parece difícil que se pueda llegar a tal grado de desfachatez, ceguera, falsificación de la historia y lectura errónea  de los datos con esas frasecitas que colocan en un supuesto momento ateniense a la cultura española. Los asombros que provoca son muchos, pero entre los más destacados figura el que, frente a las dolorosas comprobaciones en el aula, donde el autoengaño parecería imposible, profesores y todos estos pedagogos que parecen desembarcados de una flota de ONGs para invadir el mundo con sonrisas como única e imbatible arma pedagógica se empeñen en mirar como un paisaje romántico y renacenista las ruinas a las que nos venimos resignando desde…. desde cuándo: ¿desde Fernando VII y «las caenas»? ¿desde el final del imperio? ¿desde la guerra Civil y la marcha del país de la población más preparada? O puede ocurrir incluso que sea desde la adopción de una serie de trolas que nos tragamos desde la muerte de Franco, cuando nos programaron «borrón y cuenta nueva», como esa de la generación mejor preparada de la historia.

Y en esas estábamos cuando llegó el ejército de profetas de la pedagogía, en activo desde que Rousseau dijo que el hombre es bueno y la sociedad lo corrompe, y decide que el pecado original es ese pequeño esfuerzo que el escolar tiene que hacer al regresar a su casa y disponer al fin de media hora de silencio, esfuerzo y orden (más o menos) sin que vengan a asaltarle los pitiditos del móvil, que de todas formas vienen. Con demasiada frecuencia esa media hora es el único esfuerzo real que hace: en un paisaje educativo en el que todo esfuerzo que no sea el de meter goles o esforzarse para batir records de algo -canciones, paellas, entusiasmos ante fotos banales-, todo lo que contradiga esos posibles niveles de auto satisfacción son interpretados como castigos. Y los profesores que encargan como deber escribir unas líneas sobre algo, resolver un problema ya no digamos teórico sino tan solo abstracto, y hasta realizar un dibujo, son mirados como represores que no han comprendido que la educación, hoy, es que los estudiantes hagan lo que quieran -de esa ácrata voluntad se desprenderán grandes tesoros de miel y sabiduría-, y si lo prefieren no hagan nada.

Suele ser nada.

Se me ha ido el folio sin poder explicar que lo poco que soy se lo debo en muy buena parte a los profesores antediluvianos que, en colegios diversos me ponían deberes casi siempre imposibles, que corregían sin contemplaciones: es más, solían ser ogros y tener lenguas no de fuego sino de ácido, cuyas verdades se graban con más facilidad.  Por lo general los deberes consistían en redactar las temibles «disertaciones» del sistema educativo francés, y resolver problemas de matemáticas, física y química, que a base de pura terquedad personal y vergüenza torera terminé por aprender a resolver, o casi, para mi gran sorpresa, lo cual agradezco infinito cuando comparo mi formación con la de mis amigos «de letras». Y mucho más que sorpresa: para mi gran felicidad, que aún me dura, tras conseguir algo para mí difícil con un esfuerzo que nadie más podía prestarme.

Tampoco mis padres, que aparte de su apoyo cálido no intervenían. No por falta de voluntad sino porque a partir de ciertos niveles era ciertamente difícil orientarse -también la educación cambió mucho para ellos entre la Guerra Mundial y el 68-, y mientras era feliz robando tiempo para alguna llamada a la chica que me gustase de la clase con el pretetxto, quizá, de pedirle ayuda con las ecuaciones de segundo grado.

Tiemblo sobre qué habría sido de mí sin esos tiempos de esclavitud antes de la cena, esfuerzo y represión. Para empezar este artículo no existiría.