Unas semanas más tarde me llamaron de Círculo de Lectores para escribir un prólogo a Casa de campo, una novela de Donoso que no conocía, y además no sentía por el autor particular predilección. Aún así acepté, no sin preguntar por qué yo. «Lo ha pedido él», me dijeron. Y no mucho después leí un artículo elogioso de Donoso sobre mi primera novela, Aire de Mar en Gádor, publicado en varios periódicos a través de la agencia Efe, y comprendí que la simpatía de Donoso por mí no se debía simplemente -no habría puesto su nombre en juego- a ser yo periodista en un medio poderoso.
Pues eso había pensado cuando la jefa de prensa de la editorial había venido a decirme, al cabo de una hora, que mi turno terminaba y que ahora le correspondía a otro periodista, en la rueda de entrevistas con ocasión de la presentación en España de la novela La desesperanza. Y para sorpresa de los dos, Donoso dijo: «No. Estoy hablando muy a gusto con Sorela y no quiero a nadie más», y se había negado a recortar nuestra entrevista, aunque ya llevásemos una hora y hubiese otros periodistas esperando. El incidente y lo que siguió, toda una historia, está recogido, ampliado y literaturizado en mi novela El sol como disfraz.
Después de su artículo -sensible y erudito- fui comprendiendo a través de lo que se convirtió en una amistad que la afinidad que sentía Donoso por mí era cierta, pero mientras terminé de hacer la entrevista y la escribí se planteó un problema: ¿Qué hacer con un entrevistado que quiere quedar bien contigo? ¿Con quien no sirven estrategias de seducción porque ya se ha seducido él solo? Según mi experiencia, es más fácil entrevistar a quien se resiste. Pero el caso del auto seducido se da, y más a menudo de lo que se cree. Y el periodista, vulnerable en su vanidad como todo el mundo, está menos preparado para afrontarlo.
Al terminar de escribir ese día la entrevista con el lamento de Donoso: «¿Sabe? sueño con el día en que me hagan una entre- vista solo de literatura», yo no podía saber que era por completo sincero. Donoso era, con Stephen Vizinczey, la persona más literaria que he conocido hasta la fecha, como comprobé a lo largo de sucesivos encuentros en los años siguientes -su literatura pasó de cierta indiferencia por mi parte a un genuino interés pues cada uno de sus libros era un empeño distinto, y al límite, algo bastante raro pues el escritor, como el pintor, suele instalarse en la fórmula resultona-, y eso mismo vino a decir la última vez que nos vimos, en una cena en Madrid, en su último viaje a España y pocas semanas antes de su muerte. Yo me había quejado de alguien que sólo era capaz de hablar de literatura (y de forma previsible y no muy interesante). Y él respondió: «¿Pero hay algo más?». Su obsesión antes de coger el avión para las doce largas horas de vuelo insomne a Chile fue encontrar un libro que «le secuestrara».
Esta entrevista hace parte del libro La entrevista como seducción. Momentos con escritores, publicado por EL País en edición digital.