MIRADA SORELA

El doblaje como síntoma

Apartado: Sastrería

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El otro día acepté romper una norma que me había fijado hace años, y es no ver una película doblada. La razón es que en esta ocasión no había cines en Madrid que la exhibieran en versión original y me interesaba ver la película: algo de época y de ideas, o sea una rareza, un exotismo. Y en efecto, volví a recuperar una vieja estupefacción, que me ha acompañado toda la vida: cómo es posible tal aberración cultural -personajes de una película hecha con ganas hablando con el acento monótono e igual de los dos o tres clanes que doblan el cine y la televisión en España con el mismo rutinario tedio con que fabricarían salchichón- a principios del siglo XXI y en mitad de Europa… o quizá en uno de sus extremos. Pues de eso se trata. ¿No es el doblaje uno de los síntomas más evidentes de nuestro aislamiento?

De entrada, nadie lo reconoce. ¿De qué está hablando?, preguntarán muchos: este es el segundo país con más turistas en el mundo, en torno a ochenta millones de personas al año (¡!). Y siguiendo de cerca al primero (Francia), dicen con entusiasmo quienes han malbaratado una costa mediterránea sin recuperación posible, parece ser, aunque nuestros descendientes decidan tirar al mar los espeluznantes rascacielos de la especulación en Benidorm o en Lloret de Mar.

Es también uno de los fenómenos viajeros más curiosos de la Historia: ¿Acaso ha habido alguna vez tamaña circulación de personas sin que los receptores, es decir nosotros, nos demos mínimamente por enterados? Haga una prueba: cuántos españoles conoce usted que se hayan hecho amigos de uno, dos o tres de esos turistas, o incluso extranjeros que no sean turistas, y tengan conversaciones con ellos que vayan más allá de si va a hacer sol o no. Entre otras cosas porque siempre hace sol, es aburridísimo (de ahí los ochenta millones). Y viceversa: cuántos extranjeros conoce usted, incluso propietarios de casas en el sur, que tengan algún contacto digno de ese nombre con los nativos. Por un azar tuve la oportunidad de conocer a unos cuantos británicos jubilados, propietarios de casas e instalados en pueblos de Málaga y Granada. Y también ellos se creían integrados porque más o menos podían comprar en español (a veces con la ayuda de una gestora hispano-británica, mi amiga), sus casas eran de estilo andaluz, tomaban jamón al aperitivo, diferenciaban entre Rioja y Ribera y se reclamaban expertos en vinos españoles, y los más osados hasta se atrevían a hacer una paella. Poco más. El telediario seguía siendo el de la BBC.

En realidad el fenómeno no se queda ahí y no es más que la superficie de un aislamiento mucho más hondo. Se podrían elegir muchos terrenos -todos, en realidad-, pero el fenómeno más significativo es el de la universidad, que en España es casi lo contrario de lo que indicaría su nombre: baste indicar que hasta no hace tanto no fue posible instaurar el distrito único -esto es, el derecho de los estudiantes españoles a estudiar en la universidad pública que quisieran dentro de España, siempre que tuvieran la nota requerida-, a causa de la feroz oposición de los caciques de campanario que querían conservar el distrito autonómico, a menudo con universidades de boina y aldea, y en particular las autoridades catalanas. Aún hoy es muy difícil que un estudiante canario o extremeño pueda estudiar en Cataluña, aunque solo sea por la barrera lingüistica. Lo que no se produce a la inversa.

No se trata ni mucho menos solo de estudiantes, que por cierto no es raro que vuelvan de Erasmus incontaminados por el país de destino pues se han conservado en la salmuera de sus compañeros españoles. ¿Sabía usted que las cátedras de literatura comparada, por ejemplo, no están ocupadas por profesores originarios de esa lengua -alemana, francesa, inglesa…- sino por los españoles que se consideran, como mínimo, con la misma autoridad? Puede ocurrir en algún caso, pero ¿todos? El segundo país más turístico del mundo es también uno de los que menos tienen profesores extranjeros.

Todo eso, qué duda cabe, ayuda a explicar el inconcebible retraso español en idiomas -este debe de ser el único país del mundo en el que muchos políticos de cincuenta años no se defienden en inglés- que en contra de lo que piensan algunos no es algo racial e inherente al Spain is different, sino producto de un aislamiento deliberado. Cierto que el doblaje fue una forma de censura instaurada por el franquismo. Esa divertida aberración mediante la cual, en nombre del puritanismo de la época, cuánto más ingenuo que el feroz de hoy, los dos amantes de Mogambo quedaban convertidos en hermanos incestuosos.  Pero no se trata de unas preferencias por un idioma u otro -yo quiero ver con subtítulos las películas en finlandés, del que no sé una palabra- y en realidad parte de un analfabetismo básico: ignorar asombrosamente que una película se compone en un idioma de la misma manera que Chopin componía para piano y no para corno inglés, y suena en ese idioma igual que ha sido filmada en blanco y negro y no en technicolor.

El equívoco parte de un aislamiento muy anterior, que evoca a Fernando VII y las caenas tras la patriótica victoria sobre los franceses y de paso la Ilustración, la Inquisición guardiana de la religión pero sobre todo de una identidad esculpida en piedra, la expulsión de los judíos y de los árabes… Cuesta remontar al origen. Cierto que a ello se contraponen los tres siglos de imperio español, uno de los menos reacios al mestizaje de todos los grandes imperios.

La gran cuestión es si ese aislamiento se puede mantener. Y por extraño que parezca, de momento, parece que sí. Sí se puede. Pese a los ochenta millones.