EN: HISTORIA DE LAS DESPEDIDAS, 2008
¿Dónde comienzan los viajes? “Aquí”, piensa Crispín Rueda en el momento de entregar su pasaje en el aeropuerto de Madrid y pedir un asiento de ventanilla. O mejor dicho no dice “aquí”, pero lo siente, que es cuando de verdad comienzan: cuando un hombre en el frágil equilibrio de los 40, un poco mayor pero todavía joven, se dispone a tomar un avión de madrugada para viajar a Puerto Rico a conocer a su hijo. Se lo imagina allí en la isla, pequeño pero sin sujetar la mano de nadie, serio aunque no triste, mirando hacia el cielo en el momento del alba, que es cuando llegará su avión.
¿Conocerlo?
Bueno… ¿qué es lo que ocurre entre un padre y un hijo cuando con dieciséis meses de edad la madre se lo lleva a una isla al otro lado del mar y luego recorta por las puntas las conversaciones por teléfono y durante seis años impide las visitas?
– Ya no quedan.
– ¿Perdón?
– Que ya no quedan asientos de ventanilla, dice la azafata, guapa y seca como tantas españolas, piensa Crispín.
Pero él lo piensa porque tuvo un hijo de amor con una caribe que entrecerraba los ojos para no andar quemando a la gente y su nostalgia quedó fijada en la mujer que se mueve como si la vida fuese un merengue, un bolero… en cualquier caso un baile.
Sólo así Águeda, la azafata de tierra, puede parecer dura. Lo de guapa es más discutible pues no a todo el mundo le gusta el retrato místico de cuello largo, pelo retinto, nariz delgada, labios y perfil trazados a lápiz, pero …¿dura?
Lo que sucede es que la medianoche ha quedado atrás y Águeda está, más que cansada, triste: no hace ni cuatro horas que el hombre con el que había pasado la tarde en la cama abrió la puerta de la ducha y le dijo:
– Me voy.
– Bueno, sonrió ella por entre el agua con una dulzura que luego, en el aeropuerto, no se le verá: “¿Adónde vuelas? Tráeme algo bonito”.
– No, no vuelo. Digo que me voy de ti. No volveremos a vernos.
Y ella se quedó de pronto fría, ya con la carne de gallina de la soledad debajo del agua caliente.
Sucede 1.870.653 veces por minuto en el mundo, según las estadísticas, pero a cada uno de esos abandonados les parece que es la primera vez, desde la expulsión del Paraíso, y que el mundo se va a acabar.
Algo debe de ocurrir porque por alguna razón no se acaba.
– Aquí tiene –dice Águeda en inglés a otro pasajero, y tras devolverle los documentos, le desea buen viaje con una sonrisa de labios para afuera que ni siquiera le roza.
Y no es que sea un canalla, el piloto. Salvo por la cobardía de despedirse a traición de la mujer indefensa bajo la ducha (nadie puede protegerse de nada si el champú le está entrando en los ojos), lo que pasa es que hace dos meses el piloto se encontró con una esquina del destino que, como siempre, no tenía prevista. El destino está escrito, sin duda, pero en tinta invisible y para leerlo hay que vivirlo.
Caminaba un día cerca de su hotel en París, sin saber –empachado ya de los restaurantes caros de las rutas de su aerolínea-, qué hacer con dos días de soledad puestos delante suyo como dos domingos seguidos, cuando algo le hizo darse la vuelta y sentarse en uno de los diez mil cafés que en París sirven no sólo para tomar café y cobran un suplemento por las poesías escritas por la lluvia en las ventanas. Era una mujer, claro, aunque no cualquiera, y por ahí no hay que imaginarse la clásica mujer que, aunque parece de ciencia ficción, existe en verdad fuera de las revistas (yo una vez vi una). Marie Claude era una mujer en apariencia normal. Era la sospecha de que tenía algo más lo que hacía darse la vuelta.
Y en efecto: un mes más tarde el piloto ha decidido dejar atrás todo, carrera, dinero, un Porsche de museo y Águeda, la azafata de Madrid, echar el ancla en París y si es preciso hacer de garçon de café para estar más cerca de Marie Claude.
No sabe que en ese momento la perderá.
Sí, así son las cosas. Porque si ella aceptó que se sentase junto a él en el café y le hiciese una pregunta era precisamente por su condición de piloto –una cosa móvil que se ve en el fondo de los ojos-, es decir alguien como la lluvia del mediodía, efímero, volátil y de improbable recuerdo.
Aquí es preciso saber que Marie Claude no es libre y en realidad utiliza sus salidas a los cafés como una forma de vengarse, en su terreno, del hombre que la tiene… ¿enamorada? No, no enamorada ni solamente casada. Es mucho más que eso. Es más bien una adicción, una obsesión, un vicio. Y si sólo fuera un vicio… Lo que termina de enredar el asunto es que, además, a cada rato su hombre la está cambiando.
Ah, o sea que era eso… ¿Por otra?
Ni siquiera. Si fuese un simple asunto de faldas rivales se resolvería como se resuelven estas cosas en las novelas, y entre tantas y tantas hay muchas fórmulas para elegir… Pero es que el hombre, a cada rato, por razones no del todo visibles, entra en trance y no pasa mucho tiempo antes de que cambie a Marie Claude… ¡por poesía!
Habrase visto.
Es un hombre, Serge, que en el momento menos esperado –como un tigre desperezándose en la bañera mientras uno se está afeitando, por ejemplo-, cuelga sus ojos en la lejanía y, en trance, al cabo de un rato saca una libreta y escribe con tinta de color de vino tinto al dictado de sus dioses:
La noche es el invento de Dios
para protegernos de la fealdad
¿Se puede competir con eso?
Bien pensado, alguien sí que podría: el poeta que trastornó a Serge y lo metió en la secreta pero muy extendida secta de los poetas: Mijail Lichinsk, un húngaro que escribía en francés y autor de aquellos versos tan conocidos,
Si el relámpago sube
y el trueno rueda
no habla Dios
sino ella,
que son, si bien se mira, ripios dictados (en un día nada propicio) por los mismos dioses que le dictan a Serge.
Lo cual no es asunto baladí.
De acuerdo, la coincidencia pone una vez más sobre la mesa la inacabable discusión de si estamos hechos de libertad o de destino, pero no tendremos la inocencia de entrar en ella: es una discusión sin fin, inventada por el redactor de pasatiempos de un periódico noruego.
Lo que interesa saber es que mientras Serge dejaba a Marie Claude, secuestrado por el vicio de las rimas fáciles nada más leer los versos sobre truenos rodantes y blasfemos, el culpable de su adicción, el maestro Mijail Lichinsk, abandonaba a su vez la poesía. Era como si ambos poetas fuesen vasos comunicantes: el uno entraba en el vicio de los sonsonetes mientras el otro salía, y además, al parecer, sin remordimientos como suele ocurrir cuando se abandona una pasión por otra. Y en eso hay interpretaciones. La mayor parte de los autores dicen que si Lichinsk abandonó la poesía fue para hacerse rico traficando seda por Oriente. Lo que no se atreven a explicar es que del tráfico de la seda lo fueron apartando los ojos del traficante que guiaba la caravana.
¿Pero por qué? Un reputado profesor de la universidad de Cornell ha demostrado que, cuando Lichinsk decía que la tormenta no era de Dios, sino de ella, se lo creía. Ella existía en carne y hueso, incluso en varias carnes y en varios huesos, como el profesor demuestra a través de unas cuantas fotografías en las que lo borroso parece deberse a la deficiente calidad de la fotografía de la época pero en realidad es la bruma de sensualidad que desprendían los personajes.
¿Entonces?
Entonces, y perdón por acudir a Freud, el yo, el ello y todo el bazar, que es como hablar del día para explicar que los tiburones cazan de noche, entonces lo que sucede es que los ojos del traficante de seda en cuestión, negros y lentos como una noche sin luna, eran idénticos a los de la primera novia de Lichinsk. Hay que ponerse en el pellejo de Lichinsk, en medio de los calores, camellos y espejismos de la ruta de la seda y, antes de emitir cualquier juicio, moral o académico, hay que imaginarse los bailes de estrellas en las noches de Afganistán.
Entonces es fácil confundir los ojos de un guapo jinete con los de la primera novia, ya saben: la niña de ojos grandes y con brillos desconocidos que, cuando Lichinsk era ya un muchacho y todavía un niño –sí, como Crispín Rueda a los 40 pero él a los 10-, y arrinconada tras una puerta por un prematuro instinto de donjuán que luego habría de contribuir a una fama tipo Lord Byron, a punto estuvo de besar al poeta. (Que quién sabe si lo hubiese sido de no haber vivido aquella tarde).
Era en una fiesta infantil, ya se habían comido el ponqué y tomado el jugo de naranja, y con la excusa de que el payaso era para niños, Lichinsk había cogido a la muchacha de la mano (aún las tenían ambos sudorosas) y la había arrastrado tras una puerta. Y ahí, cuando a punto estaba de calmar su sed en el aliento de menta de la niña, los desbordó sin avisar una horda vociferante que corría por toda la casa. Eran los niños de la fiesta, enviados por el payaso con el triste engaño de buscar por toda la casa unos huevos de Pascua inexistentes, y así tirarse en un sofá, comer pastel de chocolate y robarle media hora de sueldo a la mamá del cumpleaños.
Porque es que el payaso no era tal. No tenía vocación, lo que resulta lamentable en general pero muy triste para un payaso. Le aburría hacer reír y ni siquiera sabía organizar bien sus pobres trucos de mago para no tener que hacerlo. Lo que él hubiese querido era pilotar aviones y ser un héroe del beisbol aclamado por las muchedumbres de los estadios, pero no podía porque cuando ya estaba en primer año a su padre le tocó uno de los periódicos desastres de la Bolsa y se arruinó, y aunque no se arrojó como otros a las grises aguas del Danubio, no pudo pagar los estudios de piloto, que ya por entonces comenzaban a ser muy caros.
Lo que el payaso no supo nunca es que la ruina de la bolsa de su padre se llamaba Sófia. Cuando aún estaban en la etapa de las miraditas intensas y los regalos de perfumes, y mientras daba sorbitos de champán en el reservado de un restaurante de Budapest, Sófia le había dicho que por supuesto pasaría con él una semana en Montecarlo -una y las que tú quieras, chéri-, siempre y cuando pudiese disponer de cierta cantidad para una operación que devolviese la vista a su adorado hermano Karl. Y en un papelito perfumado le escribió la cantidad, una cuenta corriente y el nombre de su banco, como si fuesen las tres palabras claves del cuento en que se resumía un destino.
Nunca, ni bajo tortura ni rebosante de vino, hubiese podido el padre sospechar, mientras condenaba a su hijo con vocación de piloto a una triste existencia de payaso, que lo del hermano de Sófia era cierto. Superviviente de la Primera Guerra Mundial y de la batalla de Verdún (casi un millón de muertos que nadie ha terminado de contar), Karl, el hermano de Sófia, regresó del frente con la convicción de que había vuelto a nacer y de que en la primera vida se había ganado más que de sobra el derecho a dilapidar la segunda.
Y en efecto: él fue uno de los que se subió a la parranda del charlestón a bordo de una trompeta llena de jazz. Y en esas andaba, distraído por una muchacha que le impedía conducir con las dos manos, cuando no vio una pelota brincando delante suyo en una carretera, y mucho menos el niño que venía detrás. Pudo esquivarle en el último segundo, pero a costa de anillar un roble con su coche. Su amiga quedó ensartada en una rama. Él rompió el parabrisas con la cara.
O sea que si en este instante un niño ha salido a una terraza del aeropuerto de San Juan de Puerto Rico para mirar el cielo de la madrugada y ver si por ahí baja su padre, por entre las primeras luces del amanecer, cuando parece que al mundo lo acaban de hacer durante la noche, es porque una vez hace cien años otro niño dejó escapar una pelota en una carretera de Hungría frente a alguien que conducía con una sola mano.
Hasta ahí al menos nuestras pesquisas.
Aunque también habría que averiguar por qué se le escapó la pelota al niño. No se escapan, las pelotas, así como así…