Lo que más me golpeó cuando entré a trabajar en El Diario de Mañana fue descubrir, poco a poco, que no era el lugar en el que todo parecía nuevo, como prometía su nombre y yo había creído siempre que son o han de ser los periódicos. Al contrario. Allí los periodistas escribían espectacular incendio y pistoletazo de salida, como ya resultaba imperdonable en tiempos de los abuelos, y la redacción era un permanente campo de batalla, ya no solo limitado a los lunes, en los que partidarios del Real Madrid y del Barça se echaban pullas unos a otros, según uno u otro equipo hubiese demostrado una vez más su superioridad en el campeonato que libran desde siempre y para toda la eternidad. ¿Lo único nuevo? Que ahora se las arrojaban a veces con el móvil, pero venía a ser lo mismo.
Aunque decir que «me golpeó» parece tal vez excesivo, en realidad se oía como un pequeño ruido de fondo, un matiz en las nubes de la tormenta a lo lejos, ante el galope de las novedades que todos los días llegaban en tromba: revoluciones, bombas, elecciones, amenazas, revueltas de independencia… Todo tiene aspecto nuevo en un periódico. Se diría que en ese momento, en su primera página, se está inventando el mundo.
El tropiezo se produjo cuando, buscando datos para ilustrar una crónica -eso es lo que hacen los novatos, pitufos, en las redacciones: buscar fotos, contestar teléfonos, mentir para cubrir al jefe, acudir a ruedas de prensa sin preguntas, encontrar datos de apoyo a las crónicas de los veteranos…- descubrí pronto que la bomba de esa mañana ya había estallado la semana anterior, y el mes anterior, y hace un año, y ya Dostoevski hablaba de ese mismo fanatismo en sus novelas. Y que esas elecciones ya se habían celebrado antes, y los argumentos para las revueltas de independencia sonaban a siglo XIX, e incluso XVIII… De tal manera que, con el tiempo, no mucho tiempo, el periódico dejaba de tener ese aspecto de novedad que tienen los periódicos planchados en el quiosco y pasaban a ser ensayos teatrales donde se repiten una vez y otra los papeles con ligeras variantes. Las ediciones digitales no aportaban mucho más que porno rosa y listas tontas.
Fue a su vez eso lo que me permitió ir localizando una serie de roles, en la redacción, como los personajes arquetípicos de la Comedia del Arte, tipo Arlequín, Colombina y demás. Y así fui identificando, cada vez con mayor facilidad, los del jefe malhumorado. El reportero con chaleco de pescador que estuvo una vez en la frontera de un país en guerra pero pontifica como si fuese Hemingway. La madre agobiada porque el cierre le impide siempre llegar a bañar a sus hijos. El novato que cree que Twitter y Facebook son periodismo y sus pupilas van cogiendo el aspecto paralalepípedo de móvil. La reportera empeñada en reconvertir el periódico en una ONG que todos los días abre con el «Día internacional de…» (esos días fueron inventados por empresarios de prensa para ahorrarse periodistas). Los militantes de este o aquel partido, propietarios de la razón y agraviados con la limitadita cerrazón universal que no les vota… Y así, poco a poco, el tifón del periodismo se fue convirtiendo en una tormenta tropical y luego una lluvia pacífica de primavera, hasta llegar a la rutina de cualquier oficina con máquina de café y conversaciones sobre los sueldos, el escalafón y las vacaciones.
Hasta que hace unos días comencé a salir con Rita, redactora de Sociedad. Es maja, agradable, con las ideas correctas y presentable a la familia. Tengo que competir con un rival temible, el móvil, pero qué le vamos a hacer, los periodistas vivimos en las redacciones y tampoco conocemos a demasiada gente lejos del reflejo de nuestras pantallas. La primera vez que fuimos a cenar me pareció que comía más con el cerebro que con el paladar, pero eso es algo muy de estos tiempos obsesionados con el estar fit (así lo llaman). Cuando fuimos a bailar tuve la impresión de que lo hacía siguiendo pasos grabados en el disco duro, y que sus manos frías tenían huesos de metal. Y cuando nos metimos en la cama me pareció escuchar los gemidos de unos engranajes faltos de aceite.