Lo que miran los vagos
Editorial: Menoscuarto
Año de publicación: 2015
Nº de páginas: 234
Resumen
Puede ser la aventura de un mimo en la noche veraniega de Edimburgo. O la de una niña que descubre en un cuadro la clave de una antigua conspiración en Roma. Pueden ser los problemas de la vida al aire libre en un paraíso salvaje del Caribe u otros generados en la muy civilizada Tokio o aquellos que afronta un pez rebelde en la Corte de Bangkok. Este nuevo libro de relatos de Pedro Sorela insiste en su pasión por los viajes, no solo por lo que sucede en ellos, sino por las historias que nos inspiran. Así, el viaje no se queda en una mera foto y es capaz de mostrarnos un sugerente regreso a unas haciendas colombianas, una Navidad en la Inglaterra profunda, el Bilbao de la más reciente posguerra o los recuerdos de un viejo donjuán en Casablanca.
Todoliteratura
Mayo 2015
El Cultural
Nadal Suau
Julio 2015
El Asombrario
Javier Morales
Mayo 2015
Mundo Crítico
Manuel Pastor
Julio 2015
El autor comenta
No recuerdo muy bien qué pasó. No sé si fue una ilustración práctica de cómo crear un cuento a partir del lugar, o llevado por el entusiasmo de mi visita, un acto de venganza contra La Défense, el barrio Manhattan que remata el eje Torre Eiffel-Arco del Triunfo en París y es el parque empresarial más grande de Europa. Un sitio horrible, un castigo pretencioso de edificios de cristal que París no se merece, al que ahora le tengo un poco menos de manía porque era el barrio de mi hija Inés durante su año Erasmus y donde fue muy feliz. Espero haber capturado todo ello en ese cuento, Colombe en la Défense (Colombe es Paloma en francés).
Y así. Lo que miran los vagos es mi cuarto libro de relatos –quinto si contamos 57 pasos por la acera de sombra, un libro de narraciones peculiares que aparecían los sábados en una columna de opinión de El País– y que ahora se publica en Menoscuarto, una editorial exquisita no sólo por su diseño y primor sino por su catálogo ultra literario, hoy en día una rareza. No quisiera revelar mucho pero el nombre de los vagos me lo dieron en Tánger. Allí hay una plaza central donde al caer de la tarde se reúnen los jóvenes a recostarse en los cañones históricos capturados al enemigo y a mirar eso que se ve cerca al otro lado del Estrecho y es a la vez inalcanzable. La mirada del anhelo y del viaje.
De Edimburgo a Hanoi, y de una playa salvaje colombiana ocupada por cangrejos azules a un teatro de marionetas en Bangkok (marionetas tailandesas, que no tienen igual), los cuentos no responden a estas o aquellas clasificaciones más frecuentes entre los especialistas, aunque podrían, sino más bien a una única intención: la de contar el espíritu de un viaje y de un lugar a través de relatos en principio imaginarios y que sin embargo reflejan ese viaje y el espíritu del sitio con igual o mayor precisión, por poética, que el relato-fotografía convencional. Un empeño que me nació hace años en Ladrón de árboles, un primer experimento en Budapest, aburrido de escribir apuntes de viaje al uso, y cuya promesa, con independencia de los resultados, nunca me ha dejado de convencer: Contar, contar real, a través de la imaginación.
El libro será presentado por dos jóvenes amigos escritores, Laura Casielles y Javier Morales, el próximo martes 19, a las 19.30, en la librería Alberti de la calle del Tutor 57 de Madrid.
Fragmento del relato Colombe en la Défense
Colombe era una publicista parisina de las de boulot-metro-dodo (curro, metro, cama), aburrida por su trabajo en la delicada frontera del fraude –cómo llamar si no sus dos recientes diseños para Haine (Odio) de los los perfumes Je te déteste y Fous moi la paix–, y por su novio: ¿una de esas buenas personas incapaces de leer una página y previsibles como todos los meses de marzo, que siempre tienen 30 días y nunca, bajo ninguna circunstacia, aunque sea para llevar la contraria, nunca tienen 31 o tan siquiera 29, como febrero, que al menos cambia alguna vez? Pues de esos.
Colombe trabajaba en el piso 24, sección B, pasillo M, oficina 204-2 desde la que se veía París a lo lejos, una ciudad demasiado lejana y siempre gris en la que se alcanzaba a distinguir el Arco del Triunfo y la torre Eiffel. Poco más. Y cuando el cielo no era gris sino azul, lo que también sucedía alguna vez, la ciudad parecía aún más lejana.
Hasta el momento, como se ve, una existencia normal y hasta privilegiada si se tiene en cuenta que Colombe tenía trabajo y… Bueno, su trabajo era justo la mayor fuente de su ansiedad. (¿Se llama así?) Su trabajo más que el hecho de vivir en un estudio, un nombre prestigioso para no llamarlo cajadezapatos, que es demasiado largo; de no poderse inclinar en la ducha sin golpear el grifo y cambiar la temperatura del agua, con lo desagradable que es eso; de no poder coger un taxi por vivir demasiado lejos… Una existencia en general desapacible de restaurantes con mesas y raciones demasiado pequeñas y camareros siempre antipáticos o que se hacían los graciosos: sólo se podía elegir una de las dos cosas. Y no había forma de sortear una corriente de aire que se metía por la ventana de su estudio dormitorio, la obligaba a dormir siempre tapada, incluso con calor, y al tiempo le recordaba la libertad de afuera.
Aún así, la vida de Colombe hubiese transcurrido sin mayores sobresaltos y ella le habría tolerado el tedio, como hace la mayoría, de no ser porque en su trabajo la obligaron a participar en la campaña de otoño para lavarle la cara a los cuatro millones de cazadores franceses, muy desprestigiados ante un mundo cada vez más libre y compasivo, pese a la aureola del jabalí, las trufas y las codornices en los restaurantes. A esa campaña se añadió otra en la que, oiga, para qué viajar, caminar, volar si se tiene una televisión de cincuenta, cien, quinientos canales y quién sabe si hasta mil, que es la solución a todas las cosas.
Y era ella, Colombe, pobrecita, la que había inventado el eslogan de éxito:
“500 canales son más vidas de las que usted tiene”
y, deformada por sus lecturas,
“le apostamos lo que quiera
a que no puede dar la vuelta
a 500 canales en 80 días,
y había quedado traumatizada –depre, dolor de cabeza, siempre lunes, fatalismo, ropa gris, whisky con luces de neón por dentro y demás-, con la sensación de haber traicionado algo profundo dentro de ella. En todo caso con la lección aprendida de que quien juega con la tele corre el riesgo de despertarse pipiseado.
En todo caso pocas son las vidas y los complejos de culpa que no puedan aliviar las aspirinas, y así transcurría la vida de Colombe, abocada a no figurar nunca en un cuento, hasta el día en que vio abierta la ventana de su oficina.
De su oficina en el piso 24, sección B, pasillo M, oficina 204-2 desde la que se veía París a lo lejos, aunque muy a lo lejos.
Aquí es preciso decir que las ventanas de los edificios de La Défense, el mayor centro de oficinas de Europa, NO se abren más que tres minutos cada diez años… Y por una razón fácil de comprender: si se abrieran, aunque fuese un ratito, romperían la estética geómetra, trigonométrica y sagrada, el paralalepípedo perfecto de los edificios después de miles, decenas, millones de miles de años de evolución desde la célula en el charco, y todo ese esfuerzo, esa conquista se iría a hacer gárgaras sólo porque alguien, aunque fuese un ratito, abrió una ventana para algo tan primitivo como tomar el aire o ventilar. Y no ventilar de tabaco –pues hace ya tiempo que no se fuma en esos edificios perfectos- sino ventilar el aire, precisamente, de esos perfumes ideales que terminan por cansar aunque nadie lo quiera reconocer: Service, perfume a sudor de secretaria eficaz; o Entrejambe, secreción de ejecutivo testicular de gimnasio en el momento de ver subir tres puntos sus acciones en la Bolsa o, lo que es lo mismo, el momento en que la curva de los que pican y compran adquiere un ángulo superior a 20º.
O sea que Colombe ve la ventana abierta -el destino ha querido que esté ahí cuando tocan los tres minutos de su ventana, un tiempo suficiente pues son cristales a prueba de mugre y están diseñados para que les venga bien la contaminación-, ve la ventana abierta y en un segundo se concretan tantos, tantos meses y años de tedio y resignación, de para qué he nacido y cuál es mi destino. O sea que Colombe Neully no se lo piensa más, se pone en posición olímpica, pega una pequeña carrerita, da el salto impecable que sólo puede dar la desesperación y salta por la ventana como quien se tira a una piscina. La ventana que no se abría desde hace diez años.
Y una de las dos estudiantes que en ese momento esperan al pie de la escultura de Icaro, en la plaza, abre la boca para dar un grito de espanto: alguien o algo ha salido de una de las ventanas del edificio perfecto, en el piso veinticuatro del edificio SFR y, en lugar de ir a estrellarse sobre el edificio anguloso y también compuesto por ventanas que le salen, por así decir, del abdomen… levanta el vuelo cuando ya va por el piso diez, más o menos, y con un suave planeo se da una vuelta por encima de la zona, como hacen los aviones al buscar pista, incluidas las dos estudiantes a las que en ese momento se les acaba de unir una tercera. Y las tres miran a Colombe con la boca abierta, sí, pero de admiración.
Pues Colombe no había volado nunca –era una colombe criada en cautividad y educada por la televisión- pero algo hay en los genes de las especies porque de inmediato supo alargar las piernas con elegancia, juntar los pies, poner los brazos en posición aerodinámica y sonreír con soltura para el público, como hacen graciosamente las grandes trapecistas cuando saludan.
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