OBRA PUBLICADA

Banderas de Agua

Editorial: FronteraD
Año de publicación: 2016
Nº de páginas: 184

Apartado:

Resumen

«Un día los tiburones decidieron establecer fronteras en el mar».

Una reflexión sobre la invención de las fronteras, la convivencia, el poder y la amistad. La última novela de uno de los más destacados autores contemporáneos, periodista durante muchos años en El País, colaborador de distintos medios de todo el mundo y autor de cerca de una veintena de obras.

La crítica ha dicho…
«No le gustan los espacios estancos, ni los corsés, especialmente los que ciñen el espíritu. Pedro Sorela está convencido de que hay palabras demasiado estrechas para enfundarnos en ellas, conceptos como patria o nación que encasillan y que «responden al lenguaje políticamente correcto».»

Cristina Guerrero
El Mundo

«Toda una reflexión sobre un tema central que gravita en todo el mundo: un alegato metafórico y simbólico contra el establecimiento de fronteras, contra la imposición de límites geográficos al ser humano, con el mar como escenario.»

Carmen Sigüenza
EFE

Reseñas

La Vanguardia
Carmen Sigüenza
30 Junio 2016

El autor comenta

Mis primeras palabras, mi primera frase, según me contaba mi madre, fueron en italiano. Entonces vivíamos en Italia. Hijo de un español y de una colombiana, viajeros ambos, eso significa que desde el principio fui un extranjero, un migrante. Desde el comienzo, alguien consciente de las fronteras.

O mejor de su ausencia, pues tuve la enorme suerte de que mis padres jamás se las tomaron demasiado en serio y, en la medida de sus posibilidades, se sentían en casa en muchos sitios y eso fue lo que nos transmitieron.

Sin embargo, con el tiempo fui también tomando conciencia de que mi indiferencia a las fronteras no se correspondía con la realidad, en la que por el contrario, a lo largo del último medio siglo, fueron tomando progresiva importancia. Para mi sorpresa. Y aunque siempre estudié en colegios que alternaban por lo menos dos idiomas, el primer choque fue, y siguió siendo, más que con los idiomas, con los acentos: de alguna forma, un acento distinto, aunque fuese en el mismo idioma, no sólo no suponía un aliciente, como lo era para mí, sino un obstáculo. Esa fue tan solo la primera lección.

Luego fui descubriendo que esos acentos se correspondían con otra realidad menos gaseosa, que eran los países, y más que los países, su historia. Y siguiendo por ese camino terminé por descubrir con los años -contar el proceso sería un libro- no sólo que existe una industria que podríamos llamar de las naciones, sino que esta industria identitaria es la más grande jamás inventada por el hombre y además el origen de la mayor parte de los desastres políticos que ha vivido. Quién lo hubiese dicho, a mis padres y a los que, como ellos, pensaban que las peculiaridades nacionales ya no daban, tras las lecciones de la Segunda Guerra Mundial, más que para adornar a los personajes en los cuentos de la sobremesa. (Entonces se hacía sobremesa, entre otras cosas porque no teníamos televisión).

Aún así comencé a viajar en serio coincidiendo con la progresiva disminución de los visados, y blanco y con pasasporte europeo, nunca tuve mayor problema con las aduanas. Sí veía que en muchos aeropuertos las colas se organizaban en función de razas y otros criterios, y hasta sospechaba lentitudes y retenciones que nunca me afectaban a mí y no me inspiraban más que una vaga solidaridad, más bien abstracta. Hasta que detuvieron a una joven amiga colombiana, Juliana González Rivera, en la frontera de Checoslovaquia, cuatro días antes de que este país entrara en el espacio Shengen, y acusada de circular sin visado la deportaran a Dresde, en Alemania. Allí fue metida en un calabozo como una delincuente para permanecer 48 horas, al término de las cuales estaba previsto que ingresara en una cárcel para pasar varias semanas o meses antes de ser expulsada y no poder volver a terminar sus estudios de doctorado en Europa. Por fortuna los mandos policiales de Dresde no eran estúpidos y, tras algunas (frenéticas) gestiones, comprendieron que Juliana era una víctima de la telaraña identitaria y la torpeza en el diseño de ciertos visados, le retiraron los cargos y le permitieron volver a España, para terminar, por cierto, una brillante tesis sobre cómo se cuentan los viajes.

Creo que ahí, junto con algunas experiencias de mi hermano, que con sus hijos tuvo que vagar por Europa durante años tras sufrir un atentado en Colombia (lo que conté en Yo soy mayor que mi padre), ahí se comenzó a fraguar Banderas de agua, aunque se venía gestando desde mucho antes. Trata de la invención de las fronteras… y más cosas, claro, como siempre hacen las novelas. Se publicará primero por entregas semanales, los martes, en la revista digital Frontera D (ayer jueves fue publicado el primer capítulo, ver enlace más abajo) y luego en papel en la editorial de esta misma publicación, a la que agradezco haberme dado asilo en sus páginas, en tiempos, pese a las apariencias, simpatizantes con las aduanas y los muros. Ese es pues su sitio: la novela de las fronteras en una editorial sin fronteras.

Fragmento

Hubo un tiempo, al menos en mi recuerdo, en que lo que más podía ambicionar un chico era cubrir su maleta con todas las pegatinas de hoteles que se repartían entonces en ellos, y el colmo era tener un pasaporte con hojas extra, de forma que todos sus visados se desplegaban como un acordeón. Así era el de mi padre, que llevaba su pasaporte fascinante con la misma naturalidad con que hoy nos reclamamos europeos, primermundistas prestos a mostrar nuestro DNI en Viena, si nos lo piden. El pasaporte se reserva para los sitios aún exóticos, como la India o Estados Unidos.

¿Con la misma naturalidad? Desde hace algún tiempo ya no estoy tan seguro. Cierto que ya no tenemos que andar cambiando dinero en las fronteras, como antes, y que mucha más gente que antes habla ahora en inglés o en castellano -en Alemania, Francia u Holanda era casi tan difícil como en España encontrar anglo hablantes, y estoy hablando de hace treinta años-, pero no estoy seguro de que las mentes sean ahora más abiertas. Entonces, lo juro, no dabas la mano a un nuevo conocido con la bandera de tu país en la izquierda por la sencilla razón de que a nadie le importaba demasiado.

Es más, en ciertos momentos, la nacionalidad casi se postergaba al segundo párrafo, y ello por pura amabilidad y buenos modales. Así ocurría, y ahora estoy hablando de una infancia bastante nebulosa, en la Mallorca de los años cincuenta, la posguerra mundial tardía, cuando todavía no había comenzado la explosión nuclear turística que iba a exterminar el paraíso de las islas, lo mismo que la costa Brava catalana, y en la que los ingleses, franceses, holandeses y alemanes que llegaban de avanzadilla hacían los primeros esfuerzos por llevarse de forma civilizada. Y en el caso de nuestros amigos, de la mano de mi padre, español, y mi madre, colombiana, potencias neutrales.

Y cosmopolitas. En el sentido menos pijo y más interesante de la palabra. Quiero decir que mi padre, hijo de un explorador más tarde diplomático, y mi madre, enviada al exterior desde niña, igual que su madre, habían crecido y se habían educado en un mundo en el que lo civilizado era abrirse a lo extranjero y no encerrarse. Esto es, moverse en un mundo cuanto más abierto mejor. En fronteras, sin duda, pero también en idiomas, lecturas, viajes y todo lo que se pudiera, sin por ello abandonar lo que hoy llamaríamos unas pocas señas de identidad esenciales. Lo bueno estaba también lejos, y casi mejor si era distinto. No es casual que a mi hermano y a mí nos enviaran siempre a colegios en otros idiomas -y no, no eran forzosamente caros, a menudo lo eran menos que los otros, todavía no estaban de moda-, que me enseñaran a leer con los libros de Julio Verne y de Tintín (¿alguien ha observado que las nacionalidades casi no existen en Tintín?), y que en la biblioteca de mi abuela materna, en Barcelona, estuvieran las obras completas de Stefan Zweig, el más transfronterizo de los europeos.

Pero eso ha cambiado en vida mía, y ello hace que me admire de todo lo que puede caber en el espacio de una vida, que por definición es siempre corta. Por alguna razón no ha disminuido mi capacidad de asombro, y no dejo de ejercitarla todos los días cuando leo de las muchas iniciativas para crear nuevas fronteras o reforzar las existentes, volver a ponerlas donde ya no había, construir muros que parecen la nueva Gran Muralla China, que se ve desde la luna, y reinventar un mundo medieval como si fuese la imposible traslación a la realidad de una novela de ciencia ficción a cargo de un autor de nuevo enloquecido con las entelequias de la diferencia, la raza, los derechos históricos, los dioses y todo lo demás que ya creíamos tan superado como la Inquisición y la difteria. Cómo será la amnesia que hay hasta supuestos izquierdistas que se reclaman nacionalistas, lo que no merece ni ser comentado.

Y no estoy hablando sólo de las fronteras nacionales sino de todos esos pequeños grupos y sectas que constituyen los ejércitos de la nueva tiranía políticamente correcta, los nuevos nacionalismos, si se quiere, una vez caducados los de antes -es como si los humanos padeciésemos la maldición del gen gregario, todas esas muchedumbres poniéndose la misma camiseta en un estadio-, y que a veces utilizan los mismos miedosos recursos, y hasta peores, más refinados.

Disponible en

La Casa del Libro (en papel)